Monday, August 24, 2020

El Vesubio


El 24 de agosto del año 79 es la fecha que tradicionalmente se atribuye a la gran erupción del Vesubio que sepultó a las ciudades de Pompeya y Herculano, aunque se estima que las fechas más posibles sean el 17 o el 24 de octubre.
El único relato sobreviviente de un testigo ocular es el de Plinio el Joven, que vio lo sucedido desde la base de la flota romana en Miseno y lo contó en una carta a su amigo el historiador Tácito.

De ahí, la erupción del Vesubio ha servido de inspiración para numerosos escritores, cineastas y artistas que han explotado el tema de la destrucción de las ciudades de Pompeya y Herculano.




Una nube, desde qué montaña no estaba claro a esta distancia (pero luego se vió que provenía del Monte Vesubio), estaba ascendiendo, de su aspecto no puedo darles una descripción más exacta que comparándola con la de un pino, porque subía a gran altura como un tronco muy alto, que se extendía en una copa con ramaje; ocasionado, imagino, o por una ráfaga repentina de aire que lo impulsaba, cuya fuerza disminuía a medida que avanzaba hacia arriba, o la nube misma fue empujada hacia abajo nuevamente por su propio peso, expandiéndose de la manera que he mencionado; a veces aparecía brillante y a veces oscura y manchada, según estaba más o menos impregnada de tierra y cenizas.
(Plinio el Joven, Carta a Cornelio Tácito)



La nube, que se había dispersado de manera tan oscura durante el día, ahora se había convertido en una masa sólida e impenetrable. Se parecía menos a la más espesa penumbra de una noche al aire libre que a la oscuridad cerrada y ciega de alguna habitación cerrada. Pero en la misma proporción que la oscuridad aumentaba, los relámpagos alrededor del Vesubio aumentaban en su resplandor vívido y abrasador. Su horrible belleza tampoco se limitaba a los habituales tonos de fuego; ningún arco iris jamás rivalizó con sus variados y pródigos tintes. Ahora brillantemente azul como la profundidad más azul de un cielo del sur, ahora de un verde lívido y parecido a una serpiente, moviéndose inquieto de un lado a otro como los pliegues de una enorme serpiente, ahora de un carmesí espeluznante e intolerable, brotando a través de las columnas de humo, a lo largo y ancho, e iluminando toda la ciudad de arco en arco, y luego muriendo repentinamente en una palidez enfermiza, ¡como el fantasma de su propia vida!
(Edward Bulwer-Lytton, Los últimos días de Pompeya)




Para conseguir que sus observaciones resultaran lo más exactas posible, había ordenado que llevaran al puerto su reloj de agua y que lo instalaran en el puente de popa de la liburnia. Mientras se completaba la tarea y preparaban el barco, buscó referencias del Vesubio en su biblioteca. Nunca había prestado demasiada atención a la montaña. Era tan enorme, tan obvia, estaba tan presente que había preferido concentrarse en los aspectos más esotéricos de la naturaleza. El primer texto que consultó fue la Geografía de Estrabón, que lo dejó pasmado: «Toda la zona parece haberse incendiado en el pasado y haber contado con cráteres llameantes de negra roca». ¿Cómo no se había dado cuenta? Llamó a Cayo para que le echara un vistazo.
(Robert Harris, Pompeya)

Del cielo caían pedruscos negros, que rebotaban y se estrellaban estrepitosamente contra columnas y paredes. Para averiguar el origen de la iluminación, Afrodisio descendió por los escalones del templo, corrió hasta el centro del foro donde la gente se apiñaba profiriendo aterradores gritos. Se volvió y descubrió el origen de lo que sucedía: el Vesubio se hallaba en llamas, la cima de la montaña ardía como una gigantesca chimenea avivada infatigablemente por el fuelle del herrero. Surtidores de brasas y fuego salían disparados hacia arriba y la tierra temblaba.
(Philipp Vandenberg, El pompeyano)






No en vano, en la mañana del 24 de agosto del año 79, el Vesubio había sepultado Pompeya bajo un mar de lava. Dos mil, de los 20 000 habitantes de la ciudad, perecieron víctimas de las piedras, los gases deletéreos y las techumbres de las viviendas que se derrumbaron sobre sus cabezas. Hoy sabemos que los pompeyanos esperaron hasta última hora para huir, convencidos de que la lluvia de cenizas y piedras la formaban proyectiles ligeros de los que parecía fácil protegerse. Nadie pensó en el peligro que suponían los gases de azufre y los vapores clorhídricos que el viento arrastraba; nadie previó que la incesante lluvia de escoria acabaría enterrando la ciudad. Se comportaron como si no le tuvieran miedo al volcán.
(Emilio Calderón, El último crimen de Pompeya)

2 comments:

  1. Este último párrafo de Emilio Calderón parece que está hablando de los "negacionistas" actuales.

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    1. Plinio el Viejo que estuvo allí y allí murió, le dio poca importancia hasta cuando el desastre ya se había desatado...

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