Saturday, August 30, 2025

Alicia

Todavía sueña, 
cuando la tarde se vuelve dorada, 
con la mesa en un claro del bosque. 
El sombrerero y la liebre gritan:
¡no hay lugar, no hay lugar...!
Y como si el tiempo jamás hubiese pasado,
el reloj se detiene de nuevo 
en la hora del té.



Sunday, August 17, 2025

El jardín y el regreso...

 
Había transcurrido un año desde aquel encuentro, pero el jardín permanecía inalterable, como si el tiempo aquí obedeciera otras reglas. Los senderos de boj seguían tan pulcros como entonces, los rosales, en su máximo esplendor, derramaban perfumes generosos, y el canto del mirlo, puntual y persistente, tejía el mismo hechizo de aquella mañana lejana. El capitán Harry Gaillard volvió a cruzar el umbral del jardín, esta vez sin bastón ni pretexto alguno, salvo quizá la vaga esperanza —que había ido creciendo implacablemente en su pecho— de volver a verla. Había aprendido, en ese año, a no cuestionar ciertos recuerdos, como tampoco cuestionaba ya el modo en que aquella imagen —una dama vestida de azul y amarillo, con los cabellos libres y los ojos grises como la niebla sobre el río— regresaba sin aviso en sus pensamientos más serenos. Avanzó despacio, recorriendo los senderos como quien sigue un mapa invisible. Y al girar en la misma curva, se detuvo, aunque esta vez no con sobresalto, sino con la serena certeza de que algo importante estaba a punto de ocurrir. Allí estaba ella, junto al mismo rosal, vestida ahora de blanco y marfil, con un sombrero ligero que apenas contenía los rizos rebeldes. Sus dedos acariciaban una flor, distraída, acudía al jardín guiada por un presentimiento que ella misma no habría sabido explicar. Él no dijo palabra al principio. Bastó con que sus pasos crujieran sobre la gravilla para que ella volviera el rostro. Lo miró, y sus ojos grises no mostraron sorpresa, sino una calma luminosa, casi alegre. —Capitán Gaillard —dijo ella, como si apenas hubieran pasado unas horas desde la última vez—. Me pregunto si es usted quien persigue a las rosas, o si son las rosas quienes lo atraen a usted. Él sonrió, con una calidez que no había mostrado un año atrás. —He llegado a sospechar que son ellas las que me conducen hasta donde debo estar. Ella bajó la mirada un instante, pero su sonrisa, leve y sincera, traicionaba cierta emoción. —¿Y ha aprendido algo en sus paseos solitarios durante este año? Él se acercó, sin premura, con la serenidad de quien sabe que ya no hay lugar para juegos ni evasivas. —Sí, señora —respondió con voz firme—. He aprendido que un instante puede marcar la frontera entre lo que uno era… y lo que desea ser. Ella lo miró con atención, como midiendo el peso de cada palabra. —Y dígame, capitán… ¿qué desea usted ser? Él no respondió de inmediato. En lugar de ello, extendió la mano, con un gesto grave pero tierno, y ella, tras apenas un segundo de duda, posó su mano en la suya. Sus dedos encajaron con naturalidad, y todo el año transcurrido se convirtió en apenas un suspiro. —Deseo ser —dijo él, con una media sonrisa— el hombre que tenga derecho a caminar a su lado… por este jardín, y por todos los que vengan. Ella sostuvo su mirada, y en sus ojos no hubo burla ni coquetería, sino una alegría limpia, inesperada, como quien descubre que la felicidad puede, en efecto, ser sencilla. —Entonces, capitán Gaillard —susurró ella, dejando que la brisa llevara su voz—, será mejor que me acompañe. Los jardines, ya sabe, no esperan eternamente. Y así, sin promesas exageradas, sin declaraciones altisonantes, comenzaron a caminar juntos, paso a paso, dejando atrás los senderos solitarios y entrando, por fin, en la misma historia. El mirlo entonaba de nuevo el antiguo hechizo, el jardín, al fin, había cumplido su destino.

Monday, August 4, 2025

Mujeres en la selva

De pronto se me ocurrió buscar a las mujeres, qué, en la historieta, se mueven en la jungla como en su casa, combatiendo a las tribus salvajes, a los esclavistas, a los cazadores, a los inescrupulosos buscadores de tesoros, en fin, a cualquiera que amenazara la normal vida selvática. Resultó ser una tarea algo larga pero sin embargo interesante, porque nos revela que es mucho más que un desfile de personajes femeninos en traje mínimo. Estas mujeres, muchas conocidas y otras que estoy rescatando del olvido, han sido protagonistas de historietas desde mediados del siglo XX, y en ellas se entrecruzan temas de aventura, género, censura y exotismo.


Todas estas heroínas tienen algo en común: son hermosas,aguerridas y están brevemente vestidas. En los cómics, como en muchos otros productos culturales de la época, el cuerpo femenino se convirtió en un elemento central de atracción visual. No importa si la historia transcurre en la selva tropical, en un desierto abrasador o incluso en una tundra helada: las heroínas usan poca ropa. ¿Por qué? Simplemente porque es lo que vendía y sigue vendiendo. El cuerpo femenino se volvió un recurso de mercado, una fórmula segura para captar la atención del lector masculino adolescente, principal público objetivo de estas publicaciones.
Las mujeres de la jungla tienen diferente origen, son reinas, princesas, diosas e incluso hay una emperatriz; otras son simplemente “girls”, muchachas que, por accidente o por destino, terminaron en el corazón del mundo salvaje. Las causas son diversas: pueden ser niñas abandonadas en la selva, como una especie de versión femenina de Tarzán, o mujeres europeas que se adaptan a su nuevo entorno y aprenden a sobrevivir con ingenio y coraje. 

En este sentido, muchas de ellas son versiones reinventadas del mito del "buen salvaje", solo que con una combinación explosiva de belleza y letalidad.

La relación con los animales también varía según la historia: estos son a veces fieles compañeros (tigres, monos, serpientes), y en otras ocasiones son peligros (tigres, monos, serpientes) que hay que combatir. Pero estas mujeres, con una lanza o cuchillo en mano, siempre parecen capaces de defenderse por sí solas. Son fuertes, decididas y autosuficientes, lo cual las convierte en figuras interesantes dentro de un mundo de ficción tradicionalmente dominado por hombres.
Respecto al atuendo, las variantes son mínimas pero significativas. Algunas usan una sola pieza de piel, otras optan por dos piezas, y unas pocas aparecen con conjuntos algo más elaborados. El material más recurrente es la piel de leopardo o de tigre, lo que refuerza la estética salvaje y sensual. Sin embargo, con el paso del tiempo, y ante la creciente conciencia ecológica y el cuestionamiento del uso de pieles de animales en peligro de extinción, se empezaron a reemplazar por cuero o tela. Aquí entra en juego un cambio cultural importante: el de la representación ética en la ficción. Aunque parezca menor, este detalle refleja cómo incluso la historieta popular reacciona (aunque a veces a regañadientes) ante las presiones sociales.


También la censura tuvo su peso. Un caso especialmente interesante es el de la Pantera Rubia (o Rulah, Jungle Goddess, como se llamó originalmente en Estados Unidos en 1947). Ella usaba en un principio un bikini de piel de leopardo, funcional y coherente con su entorno, pero fue progresivamente vestida con ropa más recatada. A veces exageradamente, "como para una oficina". Esto fue una respuesta a los críticos de la época que acusaban a los cómics de corromper la moral juvenil. El caso de Rulah no fue único: en los años 50, la presión social y política en Estados Unidos llevó a la creación del Comics Code Authority, una especie de organismo de autocensura que regulaba el contenido de los cómics. Bajo su influencia, los personajes femeninos tuvieron que cubrirse más, hablar con más decoro, y evitar mostrar conductas consideradas "impropias". Pero la manera en que los dibujantes vestían a estas heroínas dejaba en evidencia lo ridículo de la censura. ¿Cómo podía una mujer pelear con un tigre o trepar un árbol vestida con falda?

Este cruce entre sensualidad, censura y exageración revela mucho sobre la sociedad de la época. Por un lado, las mujeres de la jungla son una fantasía masculina: bellas, valientes, deseables. Pero por otro lado, también son figuras de poder: ellas luchan, mandan, sobreviven. Aunque el marco en el que existen es limitado por los estereotipos y la sexualización, su sola presencia activa una tensión con los roles tradicionales de género. No eran simplemente damiselas en apuros; al contrario, muchas veces salvaban a los hombres, lideraban tribus o enfrentaban amenazas sobrenaturales.
Así, estas heroínas se abrieron paso como protagonistas por derecho propio, compitiendo con éxito con los famosos personajes masculinos del cómic de aventuras. Aunque en ocasiones podían estar acompañadas por algún aliado masculino, no dependían de él. Eran el centro de la acción, y eso no era poco en un medio que pocas veces permitía ese protagonismo a las mujeres.







Personajes como Sheena, Queen of the Jungle, Nyoka the Jungle Girl, Camilla, o la mencionada Pantera Rubia, forman parte de un legado curioso y contradictorio. Fueron creadas bajo las reglas del mercado y los prejuicios de su tiempo, pero también supieron desafiar ciertos límites. Su figura sobrevive como símbolo de una época y como recordatorio de que incluso en las formas más populares de la cultura, como la historieta, es posible encontrar representaciones complejas, ambivalentes y, en muchos casos, fascinantes.




Shanna, la diablesa (Shanna O'Hara) 
Pantera Rubia
Leopard Girl
Jann de la Jungla
Lorna, Reina de la Jungla 
Zegra, Emperatriz de la Jungla
Tiger Girl
Taanda, Princesa Blanca de la Jungla
Nyoka (Nyoka Meredith)
Princesa Phanta (Diana Hunter)
Saari, Diosa de la Jungla 
Phara, la Diosa Viviente
 Rulah, Diosa de la Jungla (Jane Dodge)
Camilla, Reina del Imperio Perdido 
Jungle Lil
Kara, Princesa de la Jungla
Rima, Jungle Girl 
Vooda, 


Monday, July 28, 2025

Vuela, pensamiento,



 




Vuela, pensamiento, y diles
a los ojos que te envio
que eres mio.

(Góngora)

Friday, July 25, 2025

Las mil y una noches


Leer el libro de “Las mil y una noches” es como adentrarse en un mundo de maravillas infinitas, donde cada rincón guarda un cuento, cada sombra una promesa y cada palabra una lámpara mágica encendida. Es un regalo para el espíritu, un banquete de imaginación servido con dátiles dorados y jarras de vino de granada.

Desde las primeras páginas, uno queda atrapado por el arte de Sherezade, la narradora de narradoras, que salva su vida noche a noche tejiendo historias dentro de historias, como una bordadora que no quiere terminar jamás su tapiz. Cada cuento es un universo, y dentro de ese universo hay otro, y luego otro, como cajas talladas con delicadeza por manos sabias. Un pescador pobre encuentra un ánfora con un genio, y el genio cuenta su propia historia, que a su vez remite a un sabio de la India, y este a un rey chino... y así, hasta que uno se rinde feliz, navegando sin rumbo fijo entre maravillas.

Qué decir de Bagdad, ciudad de ciudades, que brilla como un brazalete de oro al sol del relato. Sus mercados, sus baños públicos, sus barrios humildes y sus palacios espléndidos se describen con tanto color y detalle que uno siente el aroma del incienso y escucha el tintinear de los brazaletes de las mujeres. Mujeres que son, en estas páginas, tan bellas como astutas, tan valientes como encantadoras: princesas que dominan las artes y los enigmas, esclavas que ríen con picardía, enamoradas que se arriesgan por amor, y todas ellas inolvidables

Y allí, entre todos, el gran califa Harún al-Rachid, que recorre sus calles disfrazado, como un dios curioso que quiere probar el alma de su pueblo. Es sabio, justo, y en muchas noches se deja llevar por la poesía, por la música, por la historia de algún viejo mendigo que, por el arte de la narradora, resulta ser un príncipe disfrazado. La generosidad abunda en este mundo como el agua en el Tigris: hay quien da su fortuna por un gesto noble, quien rescata a un desconocido sólo porque así lo quiere Alá, el clemente, el misericordioso. Sí, también hay pillos, estafadores, malvados con ojos de serpiente, pero hasta ellos parecen necesarios para que el equilibrio de este universo de fábula se sostenga.

Y luego está otro personaje, el inigualable, el incansable, el afortunado Sinbad el Marino, cuyas aventuras harían palidecer a Ulises. Sus relatos están adornados de gigantes, monstruos, islas errantes y pájaros colosales, y sin embargo, detrás de cada exageración brilla una verdad geográfica o histórica: el comercio en el Índico, las rutas del este de África, los peligros de los estrechos. Leerlo es aprender sin darse cuenta, entre sospechas y asombro.

Las mil y una noches no es sólo un libro. Es un mundo entero, una época viva, una fiesta que no termina. Leerlo hoy sigue siendo tan grato como debió de serlo hace siglos: uno se sienta con el libro en las manos y, de pronto, no está solo, sino rodeado de mercaderes, encantadores de serpientes, músicos, poetas, esclavas danzarinas, sabios persas y piratas malayos. Es una lectura que no se agota, que siempre tiene otra historia que contar. ¿Y no es eso, al fin y al cabo, la más deliciosa de las magias?

Porque leer “Las mil y una noches” es como abrir un cofre lleno de joyas encantadas: no hay relato que no brille, no hay página que no murmure secretos antiguos. Cada historia es una puerta que se abre al asombro, una promesa de maravillas y de humanidad. Su lectura es un gozo constante, un viaje interminable por los caminos dorados de la imaginación oriental.

Entre las maravillas que ofrece esta obra sin par, brillan con luz propia las princesas, figuras de una belleza tan sublime que hasta el aire parece perfumado al mencionarlas. Aunque sus rostros se ocultan tras delicados velos, sus gestos, su voz, su mirada entre pestañas largas y negras, bastan para enamorar al héroe y al lector. No son meras bellezas de salón: son mujeres que aman con la intensidad de los desiertos ardientes y la generosidad de los oasis escondidos. Capaces de sacrificarlo todo —un reino, una identidad, incluso su libertad— por un amor verdadero, estas princesas son heroínas completas, tejidas de fuego y dulzura, de misterio y fidelidad. Algunas han sido raptadas por efrits, otras viven encerradas en torres de jade o jardines encantados, pero todas aguardan, con dignidad y esperanza, la llegada del momento en que puedan amar sin cadenas.

Y si las princesas son reinas del corazón, las hadas lo son del misterio. Ninguna como Peri-Banú, la reina del mundo subterráneo, la que vive entre columnas de cristal y techos de zafiro, rodeada de servidores invisibles y fuentes de agua viva. A pesar de su naturaleza mágica y su inmenso poder, se enamora de un hombre mortal y por él atraviesa los límites entre los mundos. Su historia —tan bella como melancólica— es un canto al poder del amor que trasciende incluso la frontera entre lo real y lo sobrenatural.

En estas páginas también surca los cielos la mítica alfombra mágica, tejido volador que transporta a los protagonistas más allá del tiempo y del espacio. Pura fantasía, sí, pero ¿quién no ha soñado con elevarse sobre la ciudad dormida, ver las torres de Bagdad desde las alturas, y partir rumbo a reinos ignotos, llevados por los hilos invisibles de un tapiz encantado? En Las mil y una noches, volar es posible, y no hay deseo que no pueda ser imaginado.

Pero esta obra no es sólo un desfile de lo fantástico. También hay historias humanas, profundamente terrenales, que muestran la riqueza y la convivencia de culturas y credos. En el famoso cuento del jorobado, por ejemplo, se cruzan los destinos de un corredor cristiano, un médico judío y varios personajes musulmanes, todos envueltos en una cadena de malentendidos y accidentes hilarantes. A través del humor y la complicación de las situaciones, se dibuja una ciudad donde la convivencia era un hecho, donde un cristiano podía curar a un musulmán, un judío dar consejo a un visir, y todos ser escuchados por el califa. En una época que hoy nos parece lejana, florecía la tolerancia más que el odio, y el respeto por la sabiduría del otro superaba las barreras religiosas. Ese mundo plural, donde las diferencias se mezclaban como especias en un mismo guiso, resplandece en cada relato.

La magia de Las mil y una noches reside también en esa asombrosa diversidad: hay cuentos de amor y de guerra, de comerciantes y mendigos, de genios que conceden deseos y de sabios que enseñan con proverbios. Hay fábulas morales, tragedias secretas, comedias desenfrenadas y relatos místicos. Y en cada uno late una verdad profunda: la vida es cambiante, el destino caprichoso, pero el corazón humano es capaz de hazañas que rivalizan con la magia.

Volver a este libro —o leerlo por primera vez— es como aceptar una invitación nocturna a un jardín iluminado por lámparas de aceite. Nos sentamos junto a Sherezade, y ella, con su voz suave, nos dice: “Escucha, que esta historia es tan antigua como el mundo, pero tan nueva como tu último sueño”. Y allí quedamos, encantados, atrapados, agradecidos. Porque Las mil y una noches no envejece, no se gasta, no se apaga. Es y será siempre una de las más dulces delicias que puede ofrecernos la lectura.

Jenofonte

Wednesday, July 23, 2025

Gorrión

 


El gorrión (Passer domesticus), ese pequeño cómplice del tiempo, ha sido testigo de la evolución de la humanidad desde que existen las migas de pan y las manos que las dejan caer. Es una de las especies más abundantes tanto en entornos rurales como urbanos, pero su verdadera presencia no está en el cielo, sino en la memoria. Siempre ha estado ahí, sin anunciarse, sin pedir permiso. Simplemente llega, como llegan los recuerdos: de improviso, con la naturalidad de lo que nunca se fue del todo.
A diferencia de aves más ilustres —el ruiseñor, con su canto operático, el halcón, con su eficiencia cazadora, o el cóndor con su vuelo majestuoso —, el gorrión eligió la constancia como forma de eternidad. No canta hermoso ni vuela con espectacularidad. Pero insiste. Persiste. Se aparece temprano o tarde, bajo el sol o entre nubes, sin invitación ni disculpa. Como la nostalgia: llega sola, y se instala.
Su método de aparición sigue la lógica de los visitantes incómodos: no se les espera, no se recuerda haberlos llamado, pero ahí están, picoteando migas y paseándose con desfachatez, hasta con insolencia, se podría decir. En patios y parques, el gorrión se comporta como una vecina curiosa: presente, ruidosa, inevitable. Roba comida, se burla del gato, y canta sin mayores pretenciones. En su aparente humildad, tiene también algo de humano.
Pero este pájarillo no solo habita aleros, ramas y rincones urbanos; también anida en los pliegues del recuerdo. Donde hubo pan casero y ropa tendida al sol, hubo gorriones. En las ciudades modernas, selladas e impersonales, el gorrión persiste como un eco: un recuerdo sonoro de la infancia, una punzada de melancolía que obliga a mirar por la ventana.
Su presencia, a veces tierna, a veces molesta, puede provocar efectos colaterales: nostalgia repentina, interferencias poéticas o la súbita certeza de que lo simple contiene toda la verdad
El gorrión no simboliza casas nobles, ni aparece en los escudos. No busca aplausos ni conquista horizontes. Y sin embargo, regresa. Siempre regresa. Como todo lo verdaderamente importante: pequeño, insistente, algo ruidoso y absolutamente inolvidable.
Con frecuencia lo escuchamos trinar allá afuera. Un canto breve, casi tímido. Es como si el tiempo se detuviera un instante, como si el pasado viniera a posarse, otra vez, en el árbol vecino. Entonces el gorrión nos recuerda —una vez más— que la felicidad está en las cosas simples.

Poncio Pilato

 


El juicio y crucifixión de Jesús de Nazaret es uno de los eventos más trascendentales en la historia de la humanidad occidental, y dentro de este drama, la figura de Poncio Pilato, el prefecto romano de Judea, ha sido tradicionalmente vilipendiada. Sin embargo, una mirada más profunda a las circunstancias políticas, sociales y religiosas de la época revela que Pilato se encontraba en una posición muy complicada, con opciones muy limitadas que lo llevaron a una única y dolorosa decisión: condenar al galileo. Reivindicar a Pilato no implica absolverlo de su papel, sino comprender la imposibilidad de una alternativa en un contexto muy complejo.
La Judea del siglo I d.C. era un polvorín. Sometida al dominio romano, la población judía albergaba un profundo rechazo hacia la ocupación y mantenía la esperanza en un Mesías liberador profetizado por sus sagradas escrituras El Sanedrín, el consejo supremo judío, ejercía una considerable autoridad religiosa y social, y aunque nominalmente subordinado a Roma, poseía una influencia inmensa sobre las masas. Su poder no radicaba en la fuerza militar, sino en su capacidad de movilizar a la población a través de la interpretación de la Ley y la manipulación de las sensibilidades religiosas.
Como lo recoge Flavio Josefo en sus Antigüedades de los Judíos, los sumo sacerdotes y líderes del pueblo tenían una relación ambivalente con el poder romano, sabiendo cuándo colaborar y cuándo resistirse. Josefo afirma:
“Los sumos sacerdotes solían usar su influencia para apaciguar a la multitud o encenderla según sus fines políticos” (Antigüedades de los Judíos, 20.9.1).
Cuando Jesús fue llevado ante Pilato, la acusación principal del Sanedrín no era religiosa, los romanos eran absolutamente tolerantes con las religiones de su Imperio, sino política: sedición. Lo presentaron como un rey de los judíos, o uno que pretendía serlo, una amenaza directa a la autoridad romana y al propio emperador. Esta acusación era astuta y calculada, pues sabía que Pilato, como representante de Roma, no podía ignorar una imputación de traición al Imperio. El Sanedrín, con su conocimiento íntimo de la ley y las costumbres judías, era consciente de que la ejecución por motivos religiosos no era posible bajo la ley romana, pero sí lo era por delitos contra el Imperio.
El Evangelio según Juan ofrece una visión reveladora del cálculo político de los líderes judíos. El sumo sacerdote Caifás declara:
“Conviene que un solo hombre muera por el pueblo, y no que toda la nación perezca” (Juan 11:50).
Y el texto añade:
“Desde aquel día acordaron matarle” (Juan 11:53).
Este pasaje subraya el clima de tensión que comenzaba a formarse y la lógica que dominaba el pensamiento del Sanedrín: eliminar a Jesús como un mal menor para evitar la represión romana. Esto quiere decir que el Sanedrín tenía razón, los disturbios dentro de la provincia podía tener muy desagradables consecuencias. Y esto quedó plenamente demostrado cuando en el año 66 la revuelta judía llevó a la desastrosa toma de Jerusalén y la destrucción del Segundo Templo.
Pilato, al interrogar a Jesús, probablemente percibió que no era un revolucionario político en el sentido tradicional. Las escrituras relatan su reticencia, sus intentos de liberar a Jesús ofreciendo la liberación de Barrabás o incluso el lavatorio de manos como un gesto simbólico de desvinculación. Estos actos no eran meras demostraciones de debilidad, sino reflejos de una evaluación pragmática: Pilato no quería una condena que pudiera desestabilizar aún más la provincia. Su interés primordial era mantener la Pax Romana.
Sin embargo, la multitud, instigada por los líderes del Sanedrín, clamaba por la crucifixión. La amenaza velada, pero patente, era que si Pilato liberaba a Jesús, sería acusado ante César de no ser "amigo del César" y de tolerar a un sedicioso. En una provincia tan volátil como Judea, cualquier indicio de laxitud frente a la sedición podía ser interpretado en Roma como incompetencia o, peor aún, como complicidad. La carrera política de Pilato, y quizás su propia vida, estaban en juego.
Herodes, quien tenía alguna jurisdicción en el caso, por ser Jesús un galileo, no encontró culpabilidad alguna, y como no tenía relación con el Sanedrín, y el problema se estaba creando en Jerusalén, lejos de su reino, eludió el problema sin mayores dificultades y se lo dejó a Pilato. 
Josefo describe a Pilato como un gobernador propenso a decisiones duras pero también vulnerable a las presiones políticas. En otra parte escribe:
“Pilato, al ser acusado de crueldad e injusticia por los judíos y los samaritanos, fue llamado a Roma para dar cuenta ante el emperador” (Antigüedades de los Judíos, 18.4.2).
Esto porque Pilato ya había tenido conflictos con las autoridades locales y sabía que no tenía mucho margen para maniobrar.
Enfrentarse al Sanedrín en este punto habría sido un acto de extrema imprudencia. El consejo podía enviar informes negativos directamente a Roma, socavando la posición de Pilato. Una insurrección en Judea habría requerido una brutal y costosa represión por parte de las legiones romanas, lo que habría sido un fracaso rotundo para Pilato como gobernador. La reputación de los gobernadores romanos dependía de su capacidad para mantener la paz y recaudar impuestos sin incidentes.
Por lo tanto, la elección de Pilato no fue entre la justicia y la injusticia en un sentido moral abstracto, sino entre una condena que consideraba cuestionable y la certeza de que una revuelta habría tenido consecuencias catastróficas para la provincia y para su propia carrera. La crucifixión, en este contexto, se presentó como el mal menor, una dolorosa concesión para preservar un precario orden.
Reivindicar a Poncio Pilato no es santificarlo, sino humanizarlo. Se encontraba atrapado en una red de intrigas políticas, fuertes presiones religiosas y la implacable lógica del poder imperial. Su acción no fue la de un malvado, sino la de un pragmático que priorizó la estabilidad de la provincia sobre una condena que, si bien injusta en su esencia espiritual, estaba justificada por los acusadores debido a que sería un acto de sedición política. La historia, en su simplificación, a menudo condena a los actores por las consecuencias de sus actos sin considerar las imposiciones del momento. Pilato, en su trágica encrucijada, no tuvo más alternativa que ceder ante una presión que, de no haberlo hecho, habría desencadenado una catástrofe mucho mayor en la ya convulsa provincia de Judea. Su figura, más allá de la condena, merece una comprensión de la imposibilidad de su elección. No fue un villano sin conciencia, sino un funcionario atrapado entre el deber político y una decisión moral que no le correspondía tomar. No hay que olvidar que Pilato no tenía que responder, ante una en ese momento inexistente religión, sino ante su emperador y el Imperio, del que era el representante.

Jenofonte

Monday, June 23, 2025

El jardín

El jardín, aún húmedo por el rocío de la mañana, se extendía en ordenados senderos de boj y rosales recién florecidos. El aire era tibio, fragante, y el canto de un mirlo se elevaba entre los setos como un himno a la primavera.
El capitán Harry Gaillard, con su bastón de paseo bajo el brazo y la mirada distraída, había salido temprano, buscando quizá más el sosiego de la soledad que la belleza de la naturaleza.
Mas, al girar en la curva de uno de los senderos, se detuvo en seco.
Ante él, al pie de un árbol cuyas ramas susurraban con la brisa, una dama contemplaba un rosal. Iba ataviada con un vestido de muselina azul pálido y amarillo, tan delicado que parecía hecho de nubes. Su cabello castaño escapaba, con despreocupación juvenil, en rizos rebeldes sobre la nuca. La luz dorada jugaba libremente con sus facciones, revelando una frente alta, unos ojos grises e inteligentes, y unos labios curvados en una expresión de secreta melancolía.
El capitán sintió que el corazón le daba un vuelco, como si una espada invisible lo hubiese alcanzado justo bajo la botonadura de su levita. Por un instante, olvidó respirar.
La dama se volvió al percibir su presencia, pero no pareció sorprenderse. Lo observó con la calma con que se mide a un desconocido, con una inteligencia que no pedía permiso, sino que ya leía entre líneas lo no dicho.
—Señor —dijo ella con una voz baja y melodiosa, más cercana a una nota de laúd que a una palabra—, ¿acaso el sendero le pertenece?
El capitán Gaillard parpadeó, recobrando de golpe la compostura, aunque la voz le salió un tanto más grave de lo usual.
—No, señora. Ni el sendero, ni este jardín, ni este instante, por desdicha. Pero si todos fueran míos, gustosamente se los rendiría, si con ello me gano el privilegio de su mirada.
Una sombra de sonrisa se dibujó en los labios de la dama.
—¿Siempre aborda así a las damas que halla entre las rosas?
—Sólo a aquellas que parecen haber sido modeladas por ellas —replicó él con una inclinación galante.
La dama no respondió de inmediato. Miró por un momento el rosal, tocó uno de los pétalos como si meditara sobre algo más profundo, y luego elevó los ojos hacia él.
—Entonces, tal vez el destino nos ha traído aquí por capricho... o por advertencia. Diga, ¿cree usted en los encuentros predestinados?
—Hasta hace un minuto, no. Ahora, señora, juro que creo en todo.
Y en ese instante fugaz, antes de que el mundo recordara sus obligaciones y nombres, antes de que la realidad impusiera sus dictados, el jardín pareció contener la respiración, como si reconociera que acababa de presenciar el primer acto de una historia inevitable.

Sunday, June 22, 2025

Crónica de una neurona ausente

 
En la era de las redes sociales, todos tenemos tribuna y, lo que es peor, la mayoría siente una irrefrenable necesidad de usarla. Los comentarios que aparecen debajo de cualquier publicación –ya sea una noticia, la foto de un perro o un homenaje póstumo– conforman una galería de horrores lingüísticos, conceptuales y, a veces, morales. Se nos ha dicho que todos tenemos derecho a opinar. Cierto. Lo que muy pocos saben es que muchas veces sería mejor ejercer ese derecho en silencio.
La ignorancia, por ejemplo, no se disimula en los comentarios: se exhibe con una seguridad que raya en el arte. El comentarista promedio no solo desconoce los hechos, sino que tampoco se toma la molestia de leer más allá del titular, lo cual no le impide (al contrario, parece impulsarlo) a escribir tres párrafos acusando a la ONU, al gobierno, a la izquierda, a la derecha, a los reptilianos y a sus vecinos por igual.
Estos comentarios son, además, irreflexivos. No hay tiempo para pensar: el dedo está más cerca del botón de “publicar” que el cerebro de una sinapsis decente. ¿Para qué leer, investigar o, siquiera, pensar dos veces una frase, si lo que importa es lanzarla al mundo digital con la elegancia de un ladrillo arrojado a una vitrina? La inmediatez es la nueva profundidad.
Pero si la ignorancia fuera todo, tal vez podríamos reírnos con indulgencia. El problema es que gran parte de los comentarios en redes sociales son ofensivos, insultantes y, en el mejor de los casos, simplemente imbéciles. Hay un talento especial para opinar de forma cruel, como si humillar al otro fuera sinónimo de tener la razón. Y no importa el tema: una publicación sobre el cambio climático puede terminar con alguien insultando a la madre del autor. ¿La relación? Ninguna. Pero, al parecer, todo vale cuando se tiene una conexión a internet y carencia de filtro emocional.
Lo fuera de lugar también tiene su encanto: ¿quién no ha visto un comentario tipo “Dios te bendiga” en una nota sobre la caída de la bolsa? ¿O un “eso pasa por abortar” en un video de cocina? Esta suerte de Tourette digital hace que cualquier intento de lógica se deshaga ante el sinsentido de las intervenciones humanas.
Y, por supuesto, están los comentarios extemporáneos: esos que llegan seis meses después, cuando la conversación ha muerto, la noticia es historia, y alguien decide revivir el cadáver solo para escribir “ja ja”. Es como irrumpir en un funeral para contar un chiste malo: técnicamente puedes hacerlo, pero ¿deberías?
La mayoría de estos comentarios, seamos honestos, son definitivamente tontos. No en un sentido entrañable, como el de un perro persiguiendo su cola, sino en un sentido profundamente preocupante, como el de alguien que piensa que escribir en mayúsculas le da más autoridad moral.
Y sin embargo, aquí seguimos: mirando, leyendo, a veces incluso respondiendo, como si de verdad se pudiera razonar con alguien que cree que la Tierra es plana pero su ego tiene más volumen que Júpiter. Porque, en el fondo, hay algo hipnótico en esta tragicomedia digital que da alas a la estupidez, y donde la inteligencia se queda mirando desde la orilla, preguntándose si vale la pena lanzarse a nadar entre tanto disparate. Pero tranquilos: siempre queda la esperanza de que, algún día, los algoritmos hagan lo correcto y silencien automáticamente a todos los desatinados... aunque lo más probable es que nos silencien a nosotros primero.

Jenofonte

Tuesday, June 10, 2025

La primavera que nunca fue


La vi venir una tarde cualquiera, vestida de aire y primavera.

Éramos jóvenes entonces, aunque yo ya empezaba a sospechar que, en mi timidez, nunca sabría cómo actuar en los momentos decisivos.
Me bastó una mirada para saber que, si la detenía y le hacía la pregunta que me quemaba los labios, me arriesgaba a romper algo.
Tal vez mi orgullo. Tal vez una ilusión.

Quise preguntarle si me amaba.
No lo hice.
Tuve miedo de que me dijera que no.
Preferí callar, como quien deja intacta una flor por miedo a marchitarla con el tacto.
Y la dejé pasar. Lenta, hermosa, ajena.

El mundo siguió girando, como siempre lo hace cuando uno se queda quieto.
Pasaron los años, con su implacable tarea de deshojar calendarios.

Y un día cualquiera, veinte años después, el destino —con su ácido humor de viejo cansado— la trajo de regreso.
La reconocí de inmediato, aunque su cabello ya no era el mismo, ni sus pasos tan ágiles.
Llevaba en los ojos la sombra dulce de las cosas no dichas.

Esta vez quise preguntarle si alguna vez me había amado.
La pregunta luchaba por salir, pero me asustó la idea de que dijera que sí.

Porque si me había amado,
¿qué había hecho yo con todo ese amor que no supe recibir?

Y la dejé pasar otra vez.
Con un silencio entre los labios y un temblor en el corazón.

Como se deja pasar, sin intentar tocarlo,
el fantasma de una vida que pudo ser y no fue.

Jen-O