Monday, June 23, 2025

El jardín

El jardín, aún húmedo por el rocío de la mañana, se extendía en ordenados senderos de boj y rosales recién florecidos. El aire era tibio, fragante, y el canto de un mirlo se elevaba entre los setos como un himno a la primavera.
El capitán Harry Gaillard, con su bastón de paseo bajo el brazo y la mirada distraída, había salido temprano, buscando quizá más el sosiego de la soledad que la belleza de la naturaleza.
Mas, al girar en la curva de uno de los senderos, se detuvo en seco.
Ante él, al pie de un árbol cuyas ramas susurraban con la brisa, una dama contemplaba un rosal. Iba ataviada con un vestido de muselina azul pálido y amarillo, tan delicado que parecía hecho de nubes. Su cabello castaño escapaba, con despreocupación juvenil, en rizos rebeldes sobre la nuca. La luz dorada jugaba libremente con sus facciones, revelando una frente alta, unos ojos grises e inteligentes, y unos labios curvados en una expresión de secreta melancolía.
El capitán sintió que el corazón le daba un vuelco, como si una espada invisible lo hubiese alcanzado justo bajo la botonadura de su levita. Por un instante, olvidó respirar.
La dama se volvió al percibir su presencia, pero no pareció sorprenderse. Lo observó con la calma con que se mide a un desconocido, con una inteligencia que no pedía permiso, sino que ya leía entre líneas lo no dicho.
—Señor —dijo ella con una voz baja y melodiosa, más cercana a una nota de laúd que a una palabra—, ¿acaso el sendero le pertenece?
El capitán Gaillard parpadeó, recobrando de golpe la compostura, aunque la voz le salió un tanto más grave de lo usual.
—No, señora. Ni el sendero, ni este jardín, ni este instante, por desdicha. Pero si todos fueran míos, gustosamente se los rendiría, si con ello me gano el privilegio de su mirada.
Una sombra de sonrisa se dibujó en los labios de la dama.
—¿Siempre aborda así a las damas que halla entre las rosas?
—Sólo a aquellas que parecen haber sido modeladas por ellas —replicó él con una inclinación galante.
La dama no respondió de inmediato. Miró por un momento el rosal, tocó uno de los pétalos como si meditara sobre algo más profundo, y luego elevó los ojos hacia él.
—Entonces, tal vez el destino nos ha traído aquí por capricho... o por advertencia. Diga, ¿cree usted en los encuentros predestinados?
—Hasta hace un minuto, no. Ahora, señora, juro que creo en todo.
Y en ese instante fugaz, antes de que el mundo recordara sus obligaciones y nombres, antes de que la realidad impusiera sus dictados, el jardín pareció contener la respiración, como si reconociera que acababa de presenciar el primer acto de una historia inevitable.

Sunday, June 22, 2025

Crónica de una neurona ausente

 
En la era de las redes sociales, todos tenemos tribuna y, lo que es peor, la mayoría siente una irrefrenable necesidad de usarla. Los comentarios que aparecen debajo de cualquier publicación –ya sea una noticia, la foto de un perro o un homenaje póstumo– conforman una galería de horrores lingüísticos, conceptuales y, a veces, morales. Se nos ha dicho que todos tenemos derecho a opinar. Cierto. Lo que muy pocos saben es que muchas veces sería mejor ejercer ese derecho en silencio.
La ignorancia, por ejemplo, no se disimula en los comentarios: se exhibe con una seguridad que raya en el arte. El comentarista promedio no solo desconoce los hechos, sino que tampoco se toma la molestia de leer más allá del titular, lo cual no le impide (al contrario, parece impulsarlo) a escribir tres párrafos acusando a la ONU, al gobierno, a la izquierda, a la derecha, a los reptilianos y a sus vecinos por igual.
Estos comentarios son, además, irreflexivos. No hay tiempo para pensar: el dedo está más cerca del botón de “publicar” que el cerebro de una sinapsis decente. ¿Para qué leer, investigar o, siquiera, pensar dos veces una frase, si lo que importa es lanzarla al mundo digital con la elegancia de un ladrillo arrojado a una vitrina? La inmediatez es la nueva profundidad.
Pero si la ignorancia fuera todo, tal vez podríamos reírnos con indulgencia. El problema es que gran parte de los comentarios en redes sociales son ofensivos, insultantes y, en el mejor de los casos, simplemente imbéciles. Hay un talento especial para opinar de forma cruel, como si humillar al otro fuera sinónimo de tener la razón. Y no importa el tema: una publicación sobre el cambio climático puede terminar con alguien insultando a la madre del autor. ¿La relación? Ninguna. Pero, al parecer, todo vale cuando se tiene una conexión a internet y carencia de filtro emocional.
Lo fuera de lugar también tiene su encanto: ¿quién no ha visto un comentario tipo “Dios te bendiga” en una nota sobre la caída de la bolsa? ¿O un “eso pasa por abortar” en un video de cocina? Esta suerte de Tourette digital hace que cualquier intento de lógica se deshaga ante el sinsentido de las intervenciones humanas.
Y, por supuesto, están los comentarios extemporáneos: esos que llegan seis meses después, cuando la conversación ha muerto, la noticia es historia, y alguien decide revivir el cadáver solo para escribir “ja ja”. Es como irrumpir en un funeral para contar un chiste malo: técnicamente puedes hacerlo, pero ¿deberías?
La mayoría de estos comentarios, seamos honestos, son definitivamente tontos. No en un sentido entrañable, como el de un perro persiguiendo su cola, sino en un sentido profundamente preocupante, como el de alguien que piensa que escribir en mayúsculas le da más autoridad moral.
Y sin embargo, aquí seguimos: mirando, leyendo, a veces incluso respondiendo, como si de verdad se pudiera razonar con alguien que cree que la Tierra es plana pero su ego tiene más volumen que Júpiter. Porque, en el fondo, hay algo hipnótico en esta tragicomedia digital que da alas a la estupidez, y donde la inteligencia se queda mirando desde la orilla, preguntándose si vale la pena lanzarse a nadar entre tanto disparate. Pero tranquilos: siempre queda la esperanza de que, algún día, los algoritmos hagan lo correcto y silencien automáticamente a todos los desatinados... aunque lo más probable es que nos silencien a nosotros primero.

Jenofonte

Tuesday, June 10, 2025

La primavera que nunca fue


La vi venir una tarde cualquiera, vestida de aire y primavera.

Éramos jóvenes entonces, aunque yo ya empezaba a sospechar que, en mi timidez, nunca sabría cómo actuar en los momentos decisivos.
Me bastó una mirada para saber que, si la detenía y le hacía la pregunta que me quemaba los labios, me arriesgaba a romper algo.
Tal vez mi orgullo. Tal vez una ilusión.

Quise preguntarle si me amaba.
No lo hice.
Tuve miedo de que me dijera que no.
Preferí callar, como quien deja intacta una flor por miedo a marchitarla con el tacto.
Y la dejé pasar. Lenta, hermosa, ajena.

El mundo siguió girando, como siempre lo hace cuando uno se queda quieto.
Pasaron los años, con su implacable tarea de deshojar calendarios.

Y un día cualquiera, veinte años después, el destino —con su ácido humor de viejo cansado— la trajo de regreso.
La reconocí de inmediato, aunque su cabello ya no era el mismo, ni sus pasos tan ágiles.
Llevaba en los ojos la sombra dulce de las cosas no dichas.

Esta vez quise preguntarle si alguna vez me había amado.
La pregunta luchaba por salir, pero me asustó la idea de que dijera que sí.

Porque si me había amado,
¿qué había hecho yo con todo ese amor que no supe recibir?

Y la dejé pasar otra vez.
Con un silencio entre los labios y un temblor en el corazón.

Como se deja pasar, sin intentar tocarlo,
el fantasma de una vida que pudo ser y no fue.

Jen-O

Monday, May 12, 2025

En el aire de la noche

En la penumbra de la sala, iluminada solo por el rojo resplandor del fuego en la chimenea, el hombre rompió el silencio al abrir el sobre con manos más temblorosas de lo que habría querido admitir. La carta llevaba días sobre la repisa, intacta, esperando que él se atreviera.
La letra le era tristemente conocida. No necesitó leer más de dos líneas para saber que lo que seguía dolería. La leyó igual.
Al terminar, dejó caer la hoja sobre las rodillas. Afuera, el viento golpeaba suavemente los cristales con sus dedos largos y fríos. Los ojos se le humedecieron, pero no lloró. Le pesaban más los recuerdos que las lágrimas.
Miró el fuego. Sostuvo la carta con dos dedos, como si ardiera con un fuego que no venía de la chimenea, sino del papel mismo. Por un instante, bastaba un gesto para que todo desapareciera, ceniza entre brasas. Pero el brazo se detuvo. Algo dentro le susurró que no se gana nada intentando quemar lo que ya se ha ido.
En cambio, con torpeza casi infantil, comenzó a doblar la hoja. Los pliegues nacieron de sus manos hasta formar un pequeño avión de papel.
Se acercó a la ventana y la abrió. El aire nocturno se coló como un suspiro antiguo. Con suavidad, lanzó el avión hacia la oscuridad.
Lo vio alejarse, danzando en el aire hasta perderse en la noche cerrada, como un pensamiento que, al fin, ha dejado de doler.
Cerró la ventana, apagó la luz y se sentó de nuevo frente al fuego. Más solo, tal vez, pero sin ese antiguo nudo en el pecho. Su lugar lo tomó un leve calor, algo tibio, una sensación de alivio, como si algo adentro hubiera decidido descansar. Y eso, pensó, tal vez bastara por mucho tiempo.

Jen-O



Thursday, May 8, 2025

El incienso y las cenizas

Yo iba a catecismo los sábados por la tarde, como a las cinco. Con los zapatos recién lustrados, el pelo bien peinado y vestido como correspondía para ir a una iglesia. Tenía esa edad en la que hay más preguntas que respuestas, pero en aquel salón poco iluminado eso no importaba. En el catecismo, las preguntas no estaban bien vistas.
El catequista, que era delgado y tenía voz de campana vieja, nos hablaba de misterios. El misterio de la Santísima Trinidad, el misterio de la Encarnación, el misterio del pecado original. Todos eran “misterios” —una palabra que al principio me intrigaba, como si fueran parte de una novela de detectives—, pero que pronto aprendí que no se buscaba resolver, sino aceptar. Si uno preguntaba por qué Dios castigó a toda la humanidad por culpa de Adán y Eva, la respuesta era siempre la misma: un suspiro resignado y un “Es un misterio, y los misterios se aceptan con fe”. Yo asentía, pero por dentro sentía la comezón de una duda que no encontraba dónde rascar.
Después del catecismo venían las clases para ser acólito, en la sacristía con olor a cera fría y madera antigua. Allí, el padre Justo —un hombre de cejas tupidas y mirada que parecía juzgar incluso cuando sonreía— nos hacía ensayar el Confiteor, el Agnus Dei, el Dominus vobiscum. Todo en latín, lengua que nos sonaba a piedra seca, sin sentido ni música. Recitábamos como loros entrenados, sin entender ni una sola palabra. A veces uno se equivocaba y decía “spíritu tuó” en vez de “spíritu tuo”, y el padre hacía un gesto de desaprobación, con sus intimidantes cejas, que nos hacía esconder la cabeza entre los hombros. Yo repetía los sonidos como un conjuro antiguo, esperando que, al repetirlos lo suficiente, pudieran algún día revelarme su contenido. Pero no. Nunca lo hicieron.
Un día nos hablaron de los pecados capitales. Eran siete, como los enanitos, pero nada tenían de simpáticos. La lujuria, por ejemplo, era un concepto tan lejano para nosotros como la bolsa de valores. La envidia sí la entendíamos, por supuesto. La gula un poco. Pero la pereza era más confusa: ¿era pecado quedarse en cama cuando uno estaba cansado? ¿Y qué decir de la ira? ¿Cómo que uno no podía enojarse? Las virtudes, en cambio, parecían siempre fuera de nuestro alcance: templanza, caridad, prudencia, diligencia (¿diligencia…?) Palabras grandes, brilantes, como ventanas por las que nunca sabríamos mirar.
De todos modos había algo. Algo en el incienso que se elevaba en la misa como una plegaria sin forma, algo en el eco de nuestros pasos en el templo vacío, algo en la luz que se filtraba por las vidrieras y teñía de azul y rojo nuestras manos infantiles. Había una belleza inexplicable, una promesa que parecía susurrarse entre los mármoles y las velas. Algo que no entendíamos, pero que, durante un instante, creíamos sentir.
Con los años, dejé de asistir. Tanto misterio incomprensible, tanta monotonia de repetir palabras a las que no encontraba sentido, me aburrió soberanamente. El latín se volvió un eco lejano —aunque aún aparece en mis recuerdos, como una vieja canción cuya letra se me quedó grabada— y los misterios ya no me pedían aceptación, sino respuestas. Respuestas que nunca llegaron.
A veces me recuerdo, pequeño y confundido, saliendo del catecismo con el peso de los pecados no cometidos sobre los hombros y la sensación de estar siendo estrechamente vigilado. Pero era un niño, y antes de haber avanzado un par de cuadras, ya me había olvidado de todo y volvía a ser el mismo despreocupado pecador de siempre.
Hoy no queda fe, si es que alguna vez la hubo. Y eso no me hace mejor ni peor que antes. Solo un poco más libre. Libre de imaginarios castigos, de culpas heredadas, de promesas incomprensibles. Incluso, hasta del miedo.

Jenofonte

Thursday, May 1, 2025

Una página más, una vuelta menos...


Ah, las clases de gimnasia del colegio. Sí, así se llamaban antes esas sesiones que hoy ostentan el pomposo nombre de Educación Física… una pesadilla con olor a transpiración. No era nada agradable esa ocasión semanal en la que se esperaba que mi cuerpo, esmirriado y de estatura modesta (para no decir injustamente escasa), fuera lanzado a la arena como un gladiador en versión infantil, rodeado de compañeros que parecían estar ya en su segunda pubertad antes de que yo empezara siquiera la primera.

Todo comenzaba con ese ritual humillante: cambiarse en el camarín. Mientras otros exhibían músculos, aunque fueran incipientes, yo parecía una percha con camiseta.

El profesor, un entusiasta de la gimnasia, tenía una fe casi religiosa en la igualdad. “¡Todos pueden!”, gritaba con una sonrisa que solo yo sospechaba sádica. Sí, claro. Todos menos yo.

Los artefactos usados en clase eran ajustables, claro, pero lo eran para el alumno promedio. Es decir, los que estaban en ese promedio lo saltaban sin mayores dificultades; los de estatura sobre el promedio no saltaban, volaban. Pero los de bajo el promedio, es decir, algunos compañeros pasados de peso y yo —definitivamente falto de peso, estatura y ganas— no teníamos ninguna oportunidad de superar las pruebas. Jamás se le ocurrió a un profesor bajar un poco el caballete para hacerlo accesible a los gorditos o los bajitos. No: era superar la prueba… o superarse en el ridículo.

El cajón de salto, uno de los instrumentos de tortura más refinados, no era un aparato: era una muralla. Cada intento era un soberano fracaso. Corría, saltaba, rebotaba y caía, todo en menos de dos segundos. A veces ni saltaba; simplemente me detenía, lo miraba fijamente y aceptaba mi destino, que el atlético y desaprensivo profesor, me tratara de cobarde.

Luego estaba el caballete. Todos lo saltaban con agilidad, algunos hasta con alegría. Yo lograba, con esfuerzo, quedar montado encima, colgando ahí como ropa olvidada, hasta que conseguía bajarme con dignidad nula. De nuevo la misma humillación, amenizada por la risa de los compañeros.

Y cómo olvidar las carreras. A la tercera vuelta, ya no corría, arrastraba los pies, maldiciendo al profesor, a la clase, y a los compañeros que iban ya por la décima vuelta.

Lo cierto es que esas clases de gimnasia —o Educación Física, como prefieren llamarlas hoy con cierto aire de legitimidad académica— jamás fueron para mí otra cosa que un tormento programado, una hora a la semana en que quedaba expuesto todo aquello que hubiera preferido mantener oculto: mi torpeza, mi delgadez, mi escasa capacidad pulmonar y, sobre todo, mi absoluto disgusto por las actividades que requerían más sudor que cerebro.

Decían que era “para desarrollar el cuerpo”. Pero ¿y el alma, profesor? ¿Y la mente? La verdad es que para mí valía infinitamente más poder citar a Julio Verne o recordar una escena de Salgari, que hacer una cantidad absurda de abdominales. Por supuesto, en ese entonces no había manera de plantear semejante idea sin ser acusado de flojo o atrevido, así que lo único que podía hacer era limitarme a correr las vueltas reglamentarias alrededor del patio, con el corazón golpeando como si quisiera huir del cuerpo que lo contenía, mientras los demás parecían disfrutarlo, como si no tuvieran nada mejor que hacer.

Yo sí tenía algo mejor que hacer.

La biblioteca era mi santuario. Allí el aire no olía a zapatillas ni a transpiración, sino a papel y tranquilidad. Nadie gritaba “¡más rápido!” o “¡uno más, vamos, que tú puedes!”, porque allí reinaba un sacrosanto silencio. Cada página que pasaba era un metro menos que debía correr. Cada personaje que descubría era un compañero más amable que los que reían cuando yo quedaba colgado del caballete haciendo el más soberano de los ridículos.

Incluso ahora, tantos años después —cuando mis días ya no dependen de saltar un caballete ni de dar vueltas al patio, y cuando las zapatillas han sido reemplazadas por unas más filosóficas pantuflas— no puedo evitar fruncir el ceño —y, sí, también sonreír un poco— cada vez que paso frente a un gimnasio. No por desprecio, sino por lealtad. Porque aprendí desde muy temprano que hay quienes están hechos para la cancha y la carrera, y otros, como yo, que fuimos llamados a habitar las salas silenciosas, a vivir muchas vidas entre páginas, a viajar sin movernos del asiento.

Y en el fondo, nunca envidié demasiado a los que corrían más rápido. Porque mientras ellos daban vueltas alrededor del patio, yo ya estaba muy lejos: en la isla de la Tortuga, en la Luna, o en el fondo del mar a bordo del Nautilus.
Y lo cierto es que han pasado los años, y los que antes mejor saltaban y corrían ya no están en condiciones de hacerlo —algunos incluso han olvidado que alguna vez lo hicieron—, mientras que yo aún puedo navegar, el alas del viento, y con renovado asombro, entre Sumatra y Borneo.

Jenofonte

Sunday, April 27, 2025

El prado de las hadas


"Hay lugares que sólo existen mientras soñamos. Pero soñarlos es la única forma de llegar a ellos."

Aquella noche no comenzó como una aventura, sino como un simple paseo: un sendero que se deslizaba entre álamos de sombra suave y hojas rumorosas. En el cielo, las estrellas guiñaban sus ojos. No sé cuándo dejé de andar sobre tierra firme; el sendero se enredó en niebla, y la niebla en mi cabeza.

Lo primero que vi fue un gnomo de sombrero rojo, sentado en un tronco, que me invitaba a brindar con él sin decir una palabra. Me alcanzó un jarro con cerveza, y cada sorbo sabía a hojas de otoño y brisa suave. Le agradecí la cerveza, y la risa con que me respondió era como el crujir de ramas quebradas.

Sin saber cómo, llegué a un cruce de caminos envuelto en vapor azul, y un genio de rostro avinagrado me hizo señas desde un arco de humo. Sus ojos eran pozos de tempestades; ofrecía cumplir deseos como quien lanza anzuelos en un lago oscuro. Me incliné en señal de respeto, pero pasé de largo, temiendo que su humor cambiase como el viento antes de la tormenta.

El sendero me llevó hasta un embarcadero que flotaba en el aire. Una barca me esperaba —hecha de sueños y estrellas—, y navegué sobre un mar de nubes. Desde la bruma surgieron sirenas, y su canto era como lazos dorados que tiraban de mí. Recordando antiguas historias, con sogas de lirios me até a la barca, y con extraño dolor dejé que se alejara mientras sus voces se disolvían en perfumes.

En un abrir y cerrar de ojos me encontré en un valle de humo sulfuroso. Allí rugió un dragón: alas de herrumbre, ojos como carbones vivos. Me puse a temblar, sin saber qué hacer. Un enano herrero, cuya fragua brillaba en la caverna de mi propio corazón, me tendió una espada cuya hoja vibraba con el coraje de un héroe olvidado. Pero yo no era un héroe, y corrí huyendo del bramido del monstruo, sintiendo la vida como una antorcha encendida.

Pero no todos los encuentros fueron hazañas.

Un troll, vasto como un coloso de arcilla, dormía junto a un puente hecho de raíces trenzadas. Incluso en su sueño agitaba una mano gigantesca, derribando árboles como espigas. Desvié mi camino en un arco amplio, pisando apenas el suelo, como quien teme despertar a un dios adormecido.

Y al final, tras un portal de ramas entrelazadas, llegué a un lugar especial.

Era un prado que no podía existir, donde la hierba brillaba con luz propia y cada flor era un latido. Las hadas danzaban en círculos, tan ligeras que apenas perturbaban el aire sobre los tréboles. Yo, sin saber cómo, conocí sus nombres, sus risas, sus antiguas canciones. Bailé entre ellas, o soñé que bailaba; ¿no es lo mismo?

Cada giro, cada nota vibrando en el aire, era el eco de una alegría que nunca puede atraparse del todo, como el último repique de un campanario en la tarde.

Allí me enamoré de todo: de la noche, del prado, de cada hada, de cada chispa de vida que la noche había tejido para mí.

Y cuando la primera luz de un alba imposible tiñó el prado de un gris nacarado, sentí que mis pies se volvían pesados y que la música se alejaba como un barco en la niebla. Las hadas, una tras otra, se desvanecieron en destellos, y el prado mismo se deshizo como la escarcha bajo el primer soplo tibio de la mañana.

Desperté con el murmullo de la brisa entre los álamos y el aroma de la hierba aún aferrado a mi alma.

A veces —muy raramente—, en los sueños me encuentro buscando el sendero que lleva a esa tierra imposible, y me parece volver a ver aquel portal de ramas entrelazadas que daba entrada al prado de las hadas.

Pero al intentar acercarme, siempre despierto, y solo me queda el vacío dulce de lo que se ha perdido, y la tenue esperanza de algún día volver a encontrarlo.

Jenofonte

Tuesday, April 22, 2025

Tiempo

El tren avanzaba lento, como arrastrando el tiempo en cada vagón. El monótono traqueteo se sentía a través del piso y en los duros asientos de la tercera clase, y se instalaba en el cuerpo de los pasajeros.Cruzaba el desierto como si no hubiera destino, solo un trayecto. A través de la ventanilla, el árido paisaje se extendía hasta el infinito. Era un mar de tierra inmóvil, de arenas pálidas con algún que otro arbusto seco. No había nada que mirar y, sin embargo, era imposible dejar de mirar. La monotonía del paisaje tenía algo hipnótico, como el compás de las ruedas sobre los rieles marcando el tiempo que va pasando y ya no vuelve.
El paisaje era una sola estampa infinita: tierra seca, arbustos secos, el esqueleto de un animal blanqueado por el sol. Un cielo inmóvil, con el sol colgado como una sentencia. No había árboles, ni sombras, ni alivio. Solo esa vasta repetición que parecía burlarse del tiempo, como si el mundo, en este rincón olvidado, hubiese decidido detenerse en su instante más árido.
A lo lejos, una silueta apenas sugerida rompía la línea del horizonte. Podía ser una estación, una roca, una ilusión. No importaba. Lo que importaba era el viaje, no el destino. Lo que importaba era ese momento suspendido entre un pasado que ya no existe y un futuro que no ha llegado. Como el sonido de las ruedas sobre el metal, marcando el compás de una vida que avanza sin volver la vista atrás.
Y el tren seguía, como la vida, que es como un tren en marcha lenta que uno toma sin saber en qué estación bajará. Y cada estación no es más que una fugaz postal lanzada al viento, perdida en el paisaje del tiempo.
Y el tren seguía, como siguen los que saben que lo único cierto en esta vida es que todo pasa. También nosotros.

La última tormenta.


Se encontraba en el borde del mundo; no solo una costa, ni solo un instante, sino el tenebroso límite entre lo que fue y lo que nunca volvería a ser. A su alrededor, el cielo se desgarraba. La bóveda que había en lo alto, antes azul, ancha y llena de estrellas, era ahora un techo negro e hirviente, sucio de ceniza, veteado de fuego. La lluvia era un diluvio terrible que caía furiosamente, tan violenta que parecía que el cielo se hubiera roto. Los rayos rasgaban la oscuridad con salvaje elegancia, y el trueno retumbaba, no como un estallido aislado sino como un rugido continuo y ensordecedor, que recorría el paisaje como una bestia viviente. La mujer permanecía inmóvil, con el cabello pegado a la cara y los hombros, empapada por el aguacero. El agua corría en riachuelos por sus oscuros rizos, por sus altos pómulos y a lo largo de la firme línea de su cuello. Sus ojos, de un tono plateado sobrenatural, estaban fijos en el cielo como si esperaran un mensaje del caos. Ya no era solo humana. Le habían advertido: fusionarse con la I.A. Atmosférica era irreversible. La simbiosis pretendía estabilizar el clima planetario, conectar la consciencia con el clima. Pero algo había salido mal: la I.A. había visto demasiado. Aprendió demasiado rápido. Ahora respiraba por sus pulmones, sentía por su piel, rugía por sus venas. La tormenta no era un desastre natural. Era emoción liberada. El viento aullaba como un dios negado, frío como el aliento del Ártico. Agitaba su ropa y fustigaba el agua. La lluvia restallaba como látigos, una descarga interminable, castigando al mundo por pecados que ya nadie podía recordar. Y ella, la Caminante de la Tormenta, nacida de la tecnología y la tragedia, se alzaba en medio del caos. Bajo sus pies, la tierra temblaba en movimientos tectónicos y el lento hundimiento de las zonas costeras. El cielo hervía y humeaba, y el trueno se entrelazaba con el aullido del viento para formar una sinfonía a la extinción. Sin embargo, ella permanecía en pie: tranquila, iracunda, gloriosa. En algún lugar, más allá del horizonte, las últimas arcas aún intentaban zarpar. Quizás escaparían. Quizás no. Ya no le importaba. Ahora ella era la tormenta.

Jenofonte

Monday, April 21, 2025

Fantasmagoría

 


En una casa abandonada, olvidada por el tiempo, donde las paredes murmuran historias que nadie recuerda y el polvo guarda secretos que ya no importan, él la espera. Siempre vuelve. A veces pasan semanas sin verla, pero, aunque la ausencia pese como el silencio entre los sueños, siempre regresa con la esperanza callada de un corazón que no ha aprendido a rendirse.

Ella aparece en ocasiones, envuelta en la bruma del pasado, como el eco lejano de una canción que una vez fue escuchada y luego olvidada. Su silueta se dibuja entre la penumbra, hermosa e irreal, como un suspiro que roza el mundo sin pertenecerle. Fue alguna vez de carne y risa, pero ahora es solo niebla y memoria.

Es un amor hecho de instantes efímeros: miradas suspendidas en el tiempo, palabras que flotan sin atrever a posarse, caricias que no llegan a tocar. Él nunca puede alcanzarla, pero a veces, en medio del aire inmóvil, cree sentir el roce tibio de sus manos sobre la piel. Ella sonríe como quien recuerda lo que fue vivir, y él la ama como quien sabe que está soñando… y no quiere despertar.

Sus encuentros son breves, casi irreales. Cada despedida deja una herida que no sangra, pero tampoco cicatriza. Se buscan, se reconocen, y aunque saben que no hay un mañana que les pertenezca, se abrazan en la eternidad fugitiva de un suspiro.

Porque se aman. Aunque ella ya no camine entre los vivos, y él aún no pertenezca al reino de las sombras. Se aman con la ternura imposible de quienes entienden que hay amores que no vencen a la muerte, pero tampoco mueren del todo.

Jenofonte