
Había transcurrido un año desde aquel encuentro, pero el
jardín permanecía inalterable, como si el tiempo aquí obedeciera otras reglas.
Los senderos de boj seguían tan pulcros como entonces, los rosales, en su
máximo esplendor, derramaban perfumes generosos, y el canto del mirlo, puntual
y persistente, tejía el mismo hechizo de aquella mañana lejana. El capitán
Harry Gaillard volvió a cruzar el umbral del jardín, esta vez sin bastón ni
pretexto alguno, salvo quizá la vaga esperanza —que había ido creciendo implacablemente
en su pecho— de volver a verla. Había aprendido, en ese año, a no cuestionar
ciertos recuerdos, como tampoco cuestionaba ya el modo en que aquella imagen
—una dama vestida de azul y amarillo, con los cabellos libres y los ojos grises
como la niebla sobre el río— regresaba sin aviso en sus pensamientos más
serenos. Avanzó despacio, recorriendo los senderos como quien sigue un mapa
invisible. Y al girar en la misma curva, se detuvo, aunque esta vez no con
sobresalto, sino con la serena certeza de que algo importante estaba a punto de
ocurrir. Allí estaba ella, junto al mismo rosal, vestida ahora de blanco y marfil, con un sombrero ligero que apenas contenía los rizos rebeldes. Sus
dedos acariciaban una flor, distraída, acudía al jardín guiada por un
presentimiento que ella misma no habría sabido explicar. Él no dijo palabra al
principio. Bastó con que sus pasos crujieran sobre la gravilla para que ella
volviera el rostro. Lo miró, y sus ojos grises no mostraron sorpresa, sino una
calma luminosa, casi alegre. —Capitán Gaillard —dijo ella, como si apenas
hubieran pasado unas horas desde la última vez—. Me pregunto si es usted quien
persigue a las rosas, o si son las rosas quienes lo atraen a usted. Él sonrió,
con una calidez que no había mostrado un año atrás. —He llegado a sospechar que
son ellas las que me conducen hasta donde debo estar. Ella bajó la mirada un
instante, pero su sonrisa, leve y sincera, traicionaba cierta emoción. —¿Y ha
aprendido algo en sus paseos solitarios durante este año? Él se acercó, sin
premura, con la serenidad de quien sabe que ya no hay lugar para juegos ni
evasivas. —Sí, señora —respondió con voz firme—. He aprendido que un instante
puede marcar la frontera entre lo que uno era… y lo que desea ser. Ella lo miró
con atención, como midiendo el peso de cada palabra. —Y dígame, capitán… ¿qué
desea usted ser? Él no respondió de inmediato. En lugar de ello, extendió la
mano, con un gesto grave pero tierno, y ella, tras apenas un segundo de duda,
posó su mano en la suya. Sus dedos encajaron con naturalidad, y todo el año
transcurrido se convirtió en apenas un suspiro. —Deseo ser —dijo él, con una
media sonrisa— el hombre que tenga derecho a caminar a su lado… por este
jardín, y por todos los que vengan. Ella sostuvo su mirada, y en sus ojos no
hubo burla ni coquetería, sino una alegría limpia, inesperada, como quien
descubre que la felicidad puede, en efecto, ser sencilla. —Entonces, capitán
Gaillard —susurró ella, dejando que la brisa llevara su voz—, será mejor que me
acompañe. Los jardines, ya sabe, no esperan eternamente. Y así, sin promesas
exageradas, sin declaraciones altisonantes, comenzaron a caminar juntos, paso a
paso, dejando atrás los senderos solitarios y entrando, por fin, en la misma
historia. El mirlo entonaba de nuevo el antiguo hechizo, el jardín, al fin,
había cumplido su destino.
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