Friday, July 25, 2025

Marianne

La fuerte brisa del Atlántico inflaba las velas del Étoile du Matin, que avanzaba con ligereza sobre las aguas. Desde el muelle de Saint-Malo, Marianne de Villeneuve observaba el velero alejarse, con los labios apretados y la impasibilidad de una estatua de mármol.
No derramó lágrimas. No ante la servidumbre ni ante los comerciantes que llenaban el muelle. Para todos ellos, ella era la hija del difunto conde —una muchacha de rostro sereno, mirada firme y corazón inalcanzable—. Sólo Étienne, a bordo de aquella nave, sabía que bajo esa calma se agitaba una tempestad.

La noche anterior, bajo la arboleda y con la complicidad del brezo, él había hablado. No con la urgencia de los jóvenes, sino con la gravedad de quien parte hacia un destino incierto, donde el deber podría imponerse al deseo.
—No te pido una promesa —le había dicho—. Sería una cadena muy pesada, que no te mereces.
—¿Y tú? —respondió ella, apenas un susurro—. ¿No mereces la cadena?

Él no la besó. No por falta de deseo, sino porque no era el momento: el honor debía hablar antes que el corazón. Y ella, que había aprendido de su padre a respetar la templanza más que la fiebre, lo entendió sin palabras.

Ahora, mientras el sol brillaba sobre el mar y el velero desaparecía en el horizonte, Marianne giró sobre sus talones. No era una despedida. Era el comienzo de una espera. Una larga y tal vez penosa, pero digna.

Porque si Étienne volvía —como el hombre que ella sabía que podía llegar a ser, sin cadenas ni sombras, dueño de su destino—, entonces, y sólo entonces, ella lo esperaría no como promesa, sino como certeza.
Y él lo sabía. Siempre lo supo.

Jenofonte

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