Leer el libro de “Las mil y una noches” es como adentrarse en un mundo de maravillas infinitas, donde cada rincón guarda un cuento, cada sombra una promesa y cada palabra una lámpara mágica encendida. Es un regalo para el espíritu, un banquete de imaginación servido con dátiles dorados y jarras de vino de granada.
Desde las primeras páginas, uno queda atrapado por el arte de
Sherezade, la narradora de narradoras, que salva su vida noche a noche tejiendo
historias dentro de historias, como una bordadora que no quiere terminar jamás
su tapiz. Cada cuento es un universo, y dentro de ese universo hay otro, y
luego otro, como cajas talladas con delicadeza por manos sabias. Un pescador
pobre encuentra un ánfora con un genio, y el genio cuenta su propia historia,
que a su vez remite a un sabio de la India, y este a un rey chino... y así,
hasta que uno se rinde feliz, navegando sin rumbo fijo entre maravillas.
Qué decir de Bagdad, ciudad de ciudades, que brilla como un
brazalete de oro al sol del relato. Sus mercados, sus baños públicos, sus
barrios humildes y sus palacios espléndidos se describen con tanto color y
detalle que uno siente el aroma del incienso y escucha el tintinear de los
brazaletes de las mujeres. Mujeres que son, en estas páginas, tan bellas como
astutas, tan valientes como encantadoras: princesas que dominan las artes y los
enigmas, esclavas que ríen con picardía, enamoradas que se arriesgan por amor,
y todas ellas inolvidables
Y allí, entre todos, el gran califa Harún al-Rachid, que
recorre sus calles disfrazado, como un dios curioso que quiere probar el alma
de su pueblo. Es sabio, justo, y en muchas noches se deja llevar por la poesía,
por la música, por la historia de algún viejo mendigo que, por el arte de la
narradora, resulta ser un príncipe disfrazado. La generosidad abunda en este
mundo como el agua en el Tigris: hay quien da su fortuna por un gesto noble,
quien rescata a un desconocido sólo porque así lo quiere Alá, el clemente, el
misericordioso. Sí, también hay pillos, estafadores, malvados con ojos de
serpiente, pero hasta ellos parecen necesarios para que el equilibrio de este
universo de fábula se sostenga.
Y luego está otro personaje, el inigualable, el incansable,
el afortunado Sinbad el Marino, cuyas aventuras harían palidecer a
Ulises. Sus relatos están adornados de gigantes, monstruos, islas errantes y
pájaros colosales, y sin embargo, detrás de cada exageración brilla una verdad
geográfica o histórica: el comercio en el Índico, las rutas del este de África,
los peligros de los estrechos. Leerlo es aprender sin darse cuenta, entre sospechas
y asombro.
Las mil y una noches no es
sólo un libro. Es un mundo entero, una época viva, una fiesta que no termina.
Leerlo hoy sigue siendo tan grato como debió de serlo hace siglos: uno se
sienta con el libro en las manos y, de pronto, no está solo, sino rodeado de
mercaderes, encantadores de serpientes, músicos, poetas, esclavas danzarinas,
sabios persas y piratas malayos. Es una lectura que no se agota, que siempre
tiene otra historia que contar. ¿Y no es eso, al fin y al cabo, la más
deliciosa de las magias?
Porque leer “Las mil y una noches” es como abrir un
cofre lleno de joyas encantadas: no hay relato que no brille, no hay página que
no murmure secretos antiguos. Cada historia es una puerta que se abre al
asombro, una promesa de maravillas y de humanidad. Su lectura es un gozo
constante, un viaje interminable por los caminos dorados de la imaginación
oriental.
Entre las maravillas que ofrece esta obra sin par, brillan
con luz propia las princesas, figuras de una belleza tan sublime que hasta el
aire parece perfumado al mencionarlas. Aunque sus rostros se ocultan tras
delicados velos, sus gestos, su voz, su mirada entre pestañas largas y negras,
bastan para enamorar al héroe y al lector. No son meras bellezas de salón: son
mujeres que aman con la intensidad de los desiertos ardientes y la generosidad
de los oasis escondidos. Capaces de sacrificarlo todo —un reino, una identidad,
incluso su libertad— por un amor verdadero, estas princesas son heroínas
completas, tejidas de fuego y dulzura, de misterio y fidelidad. Algunas han
sido raptadas por efrits, otras viven encerradas en torres de jade o jardines
encantados, pero todas aguardan, con dignidad y esperanza, la llegada del
momento en que puedan amar sin cadenas.
Y si las princesas son reinas del corazón, las hadas lo son
del misterio. Ninguna como Peri-Banú, la reina del mundo subterráneo, la que
vive entre columnas de cristal y techos de zafiro, rodeada de servidores
invisibles y fuentes de agua viva. A pesar de su naturaleza mágica y su inmenso
poder, se enamora de un hombre mortal y por él atraviesa los límites entre los
mundos. Su historia —tan bella como melancólica— es un canto al poder del amor
que trasciende incluso la frontera entre lo real y lo sobrenatural.
En estas páginas también surca los cielos la mítica alfombra
mágica, tejido volador que transporta a los protagonistas más allá del
tiempo y del espacio. Pura fantasía, sí, pero ¿quién no ha soñado con elevarse
sobre la ciudad dormida, ver las torres de Bagdad desde las alturas, y partir
rumbo a reinos ignotos, llevados por los hilos invisibles de un tapiz
encantado? En Las mil y una noches, volar es posible, y no hay deseo que
no pueda ser imaginado.
Pero esta obra no es sólo un desfile de lo fantástico.
También hay historias humanas, profundamente terrenales, que muestran la
riqueza y la convivencia de culturas y credos. En el famoso cuento del
jorobado, por ejemplo, se cruzan los destinos de un corredor cristiano, un
médico judío y varios personajes musulmanes, todos envueltos en una cadena de
malentendidos y accidentes hilarantes. A través del humor y la complicación de
las situaciones, se dibuja una ciudad donde la convivencia era un hecho, donde
un cristiano podía curar a un musulmán, un judío dar consejo a un visir, y
todos ser escuchados por el califa. En una época que hoy nos parece lejana,
florecía la tolerancia más que el odio, y el respeto por la sabiduría del otro
superaba las barreras religiosas. Ese mundo plural, donde las diferencias se
mezclaban como especias en un mismo guiso, resplandece en cada relato.
La magia de Las mil y una noches reside también en esa
asombrosa diversidad: hay cuentos de amor y de guerra, de comerciantes y
mendigos, de genios que conceden deseos y de sabios que enseñan con proverbios.
Hay fábulas morales, tragedias secretas, comedias desenfrenadas y relatos místicos.
Y en cada uno late una verdad profunda: la vida es cambiante, el destino
caprichoso, pero el corazón humano es capaz de hazañas que rivalizan con la
magia.
Volver a este libro —o leerlo por primera vez— es como
aceptar una invitación nocturna a un jardín iluminado por lámparas de aceite.
Nos sentamos junto a Sherezade, y ella, con su voz suave, nos dice: “Escucha,
que esta historia es tan antigua como el mundo, pero tan nueva como tu último
sueño”. Y allí quedamos, encantados, atrapados, agradecidos. Porque Las
mil y una noches no envejece, no se gasta, no se apaga. Es y será siempre
una de las más dulces delicias que puede ofrecernos la lectura.
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