La fuerte brisa del Atlántico inflaba las velas del Étoile du
Matin, que avanzaba con ligereza sobre las aguas. Desde el muelle de
Saint-Malo, Marianne de Villeneuve observaba el velero alejarse, con los labios
apretados y la impasibilidad de una estatua de mármol.
No derramó lágrimas. No ante la servidumbre ni ante los comerciantes que
llenaban el muelle. Para todos ellos, ella era la hija del difunto conde —una
muchacha de rostro sereno, mirada firme y corazón inalcanzable—. Sólo Étienne,
a bordo de aquella nave, sabía que bajo esa calma se agitaba una tempestad.
La noche anterior, bajo la arboleda y con la complicidad del
brezo, él había hablado. No con la urgencia de los jóvenes, sino con la
gravedad de quien parte hacia un destino incierto, donde el deber podría
imponerse al deseo.
—No te pido una promesa —le había dicho—. Sería una cadena muy pesada, que no
te mereces.
—¿Y tú? —respondió ella, apenas un susurro—. ¿No mereces la cadena?
Él no la besó. No por falta de deseo, sino porque no era el
momento: el honor debía hablar antes que el corazón. Y ella, que había
aprendido de su padre a respetar la templanza más que la fiebre, lo entendió
sin palabras.
Ahora, mientras el sol brillaba sobre el mar y el velero
desaparecía en el horizonte, Marianne giró sobre sus talones. No era una
despedida. Era el comienzo de una espera. Una larga y tal vez penosa, pero
digna.
Porque si Étienne volvía —como el hombre que ella sabía que
podía llegar a ser, sin cadenas ni sombras, dueño de su destino—, entonces, y
sólo entonces, ella lo esperaría no como promesa, sino como certeza.
Y él lo sabía. Siempre lo supo.
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