Saturday, April 19, 2025

Sueño


Nadie recuerda su nombre. Ni siquiera él. Solo que, un día, subió a su nave de cristal anclada en el Mar de la Serenidad y partió a recorrer la Luna, como quien se adentra en un sueño sin final.

Su embarcación, delicada como el aliento de un recuerdo, surcaba los mares selenitas con velas hinchadas por el canto de sirenas galácticas, que entonaban sus himnos en la quietud del cosmos. A la luz de un claro de Tierra, la nave danzaba, etérea, sobre el oscuro terciopelo del cielo lunar.

Planeaba sobre cráteres profundos como pensamientos antiguos, donde florecían corolas de plata que solo abrían ante el roce de una emoción pura. Las mariposas que las visitaban eran fragmentos de memoria con alas de luz, revoloteando entre los pétalos metálicos como si buscaran un pasado que aún cantaba en su interior.

Él hablaba con seres invisibles que le respondían en susurros de estrellas fugaces. Les preguntaba por ella —la figura ausente, la presencia imposible— a quien dedicaba cada pensamiento, cada silencio, cada nota del viaje. Porque, por mucho que los astros lo acunaran, por más que las sirenas lo arrullaran o las mariposas lo rodearan en su danza nostálgica, su corazón solo sabía decir una palabra, noche tras noche:

—Espérame…

Y así, envuelto en el anhelo de un imposible más real que cualquier certeza, el hombre sin nombre continuó navegando. Quizás lo hace aún, entre las sombras plateadas de la Luna, donde los sueños jamás tocan el suelo.


Tuesday, April 15, 2025

La costa silente

No recuerdo si ese lugar de la costa tenía un nombre. De tenerlo nunca lo supe. Era una desolada extensión pétrea, de farallones desnudos que se alzaban como estatuas erosionadas por siglos de viento y olas, con esa gravedad silenciosa que solo los paisajes olvidados por los dioses suelen tener. Algunos decían que parecía un pedazo de luna que se hubiera caído a la Tierra, y yo, en mi juventud, no entendía del todo esa metáfora. Ahora, en mi vejez, creo comprenderla.

El mar allí no rugía ni bailaba. No tenía prisa. Apenas lamía la base del acantilado, como si tratara de no despertar algo dormido entre las rocas. Recuerdo mirar por la borda del barco y sentirme observado por las profundidades, no con amenaza, sino con una melancólica curiosidad, como si el abismo me reconociera de alguna vida anterior.
El fondo submarino se dejaba entrever con una nitidez inquietante: rocas verdiazules, salpicadas de manchas violetas, como flores sumergidas de un jardín imposible. El agua no parecía agua. Era cristal líquido, un espejo tembloroso que devolvía no nuestros rostros, sino versiones antiguas de nosotros mismos, más jóvenes, más verdaderas quizás. Una ondulación suave —un temblor azulado que no respondía al viento ni a la marea— recorría el lecho marino, como si algo allí abajo se moviese con una calma milenaria.
Fue allí donde se vio por última vez a Narel.
Narel, la estudiante de oceanografía, la de los ojos grises. Narel, la que hablaba a las corrientes y escuchaba a las olas. Decía que las mareas llevaban mensajes, que los remolinos eran discusiones entre los dioses del agua, y que los peces sabían más sobre el destino de los hombres que los propios astrólogos. Nos reíamos, claro. Yo el primero. Pero había una serenidad en su voz, una convicción suave y extraña que nos hacía callar sin darnos cuenta.
Llegamos a esa costa por accidente. El capitán había perdido el rumbo tras una tormenta que nos dejó medio desarbolados y con el timón averiado. Fue Narel quien divisó primero la línea pálida en el horizonte. Cuando echamos el ancla frente a los acantilados, el silencio nos envolvió como una niebla invisible. No había gaviotas, ni viento. Solo el rumor del mar.
Esa noche, Narel no durmió. Caminaba por la cubierta con una inquietud contenida, como si la hubiesen llamado por su nombre verdadero, ese que solo los dioses conocen. Al amanecer, descendió en una pequeña barca de remos y se perdió en dirección a una grieta en los farallones. No volvió. Ni rastro. Solo una brisa más cálida subiendo desde el agua, y el rumor de un canto que nadie supo descifrar.
Después de una semana de angustiosa búsqueda y espera, regresamos. Sin ella, claro. Nunca supimos qué le sucedió. Los viejos marinos dirían que tal vez la costa la aceptó, y que la convirtió en espuma o en piedra.
No volví a aquel lugar, aunque muchos años más tarde, cuando tuve un velero propio y libertad para vagar, lo busqué varias veces. Nunca lo encontré. Ni un indicio, ni una costa siquiera parecida. Como si hubiese desaparecido, como si nunca hubiera existido.
Y, sin embargo, en algunas noches tranquilas, en mi casa en la costa de Cornwall, en esas raras ocasiones cuando el mar calla y el viento duerme, la imagen regresa con tal claridad que me despierto sintiendo la brisa salobre en la cara, y el reflejo de aquella agua extraña bailando bajo mis párpados cerrados. Y entonces me parece oírla —a Narel—, cantando suavemente desde las profundidades, como si me llamara por mi nombre de joven, aquel que ya nadie pronuncia, pero que ella, de algún modo, aún recuerda.
Y, por un instante, todo vuelve a ser como entonces. La costa como la vimos. El mar inmóvil. El temblor azul del fondo. Y Narel, remando hacia la grieta. Sin mirar atrás…

Jenofonte

Sunday, April 13, 2025

La Pragmática Sanción

 


La Pragmática Sanción. Bourges, 1438. Se enfrentan Carlos VII de Francia y el papa Eugenio… ¿Eugenio cuánto? Qué manía la de ponerle números a los personajes, como si no fuera ya bastante difícil recordar los nombres. Pero así es la historia: un cuento larguísimo tachonado de fechas y cifras. La peor tortura para un estudiante no es memorizar los hechos, sino las fechas.

Es casi seguro que esa pregunta aparecerá en la prueba de mañana:
¿Qué problemas de la Iglesia provocaron la promulgación de la Pragmática Sanción de 1438? Detalle el contenido de ésta (una página).

¡Una página! Apenas estoy en condiciones de escribir una línea...

[Hoy la vi. Salió de su casa justo cuando yo salía de la mía. Claro, yo iba hacia la derecha y ella hacia la izquierda. Cuestión de geografía. La Tierra será redonda, pero la ciudad es plana. No hay manera de encontrarse en el camino al colegio.]

A ver… situación de la Iglesia. Se desarrolla una lucha por el poder. El papa Eugenio IV se enfrenta al concilio que él mismo convocó. Los obispos y abades se sienten con más autoridad que el papado y defienden su posición.

Llevo dos líneas. ¿Cuántas tiene una página? Ni siquiera el viejo truco de escribir con letra grande y estirada sirve para inflar esto...

[Pero hay un punto de convergencia: a la salida de clases. Todos —bueno, casi todos— se dirigen a la plaza. Ahí es posible verla. Claro que siempre está rodeada de amigas. Los hombres podemos andar de a dos, tres como mucho; se necesita apoyo moral. Pero las mujeres… ellas andan en bandadas. No caminan por la plaza, revolotean. Se tapan unas a otras. ¿Cómo verla entre tantas?]

Eugenio IV contraataca con otro concilio. Falla. Se aproxima un nuevo cisma. Carlos VII apoya a la Iglesia de Francia. Aparece un antipapa. Eugenio IV se ve obligado a ceder. Voy ganando espacio, pero aún me falta el contenido de la Pragmática.

[Me mira. Sus amigas se ríen. Ella también. ¿De qué? Empiezo a sospechar que de mí. Mal asunto. Siento que la sangre me sube a la cara. Una mano se apoya en mi hombro. Pobre consuelo para una herida profunda. Pero es mi amigo, y él está en las mismas, por la rubia de trenzas. Somos hermanos en el sufrimiento.]

La Pragmática Sanción establece que los concilios tienen autoridad superior a la Santa Sede. Los obispos y abades serán elegidos por los capítulos (buscar qué son capítulos) y no designados por el Papa. Se fija la edad mínima para ser nombrado cardenal. Creo que ya tengo una página.

[No hay caso. Cada uno tiene escrita una carta. Las sacamos de un libro: Cómo escribir cartas, capítulo III: Cartas de amor. Pero el libro no dice cómo entregarlas sin que se entere toda la pandilla.
Además, están arrugadas, manoseadas… hace un mes que las llevamos en el bolsillo, esperando el momento.
No queda más que retirarnos, avergonzados de nuestra cobardía. Pero mañana, al salir para el colegio, volveré a verla, en ese brevísimo instante en que yo doblo a la derecha mientras ella lo hace a la izquierda.]

¿Cuál será la segunda pregunta? Seguramente:
¿Cuáles fueron las consecuencias de la Pragmática Sanción de 1438? (una página).

[¿A quién le importan las consecuencias? Tengo que pasar en limpio la carta. Tal vez esta vez sí pueda entregarla. En ese segundo en que nuestras miradas se cruzaron, me pareció ver una sonrisa. Siento un calor en el pecho.
Mañana. Mañana será el día.
Ni Eugenio IV podrá impedirlo.]

Jenofonte