
El paisaje era una sola estampa infinita: tierra seca, arbustos secos, el esqueleto de un animal blanqueado por el sol. Un cielo inmóvil, con el sol colgado como una sentencia. No había árboles, ni sombras, ni alivio. Solo esa vasta repetición que parecía burlarse del tiempo, como si el mundo, en este rincón olvidado, hubiese decidido detenerse en su instante más árido.
A lo lejos, una silueta apenas sugerida rompía la línea del horizonte. Podía ser una estación, una roca, una ilusión. No importaba. Lo que importaba era el viaje, no el destino. Lo que importaba era ese momento suspendido entre un pasado que ya no existe y un futuro que no ha llegado. Como el sonido de las ruedas sobre el metal, marcando el compás de una vida que avanza sin volver la vista atrás.
Y el tren seguía, como la vida, que es como un tren en marcha lenta que uno toma sin saber en qué estación bajará. Y cada estación no es más que una fugaz postal lanzada al viento, perdida en el paisaje del tiempo.
Y el tren seguía, como siguen los que saben que lo único cierto en esta vida es que todo pasa. También nosotros.
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