En una casa abandonada, olvidada por el tiempo, donde las
paredes murmuran historias que nadie recuerda y el polvo guarda secretos que ya
no importan, él la espera. Siempre vuelve. A veces pasan semanas sin verla, pero,
aunque la ausencia pese como el silencio entre los sueños, siempre regresa con
la esperanza callada de un corazón que no ha aprendido a rendirse.
Ella aparece en ocasiones, envuelta en la bruma del pasado,
como el eco lejano de una canción que una vez fue escuchada y luego olvidada.
Su silueta se dibuja entre la penumbra, hermosa e irreal, como un suspiro que
roza el mundo sin pertenecerle. Fue alguna vez de carne y risa, pero ahora es solo
niebla y memoria.
Es un amor hecho de instantes efímeros: miradas suspendidas
en el tiempo, palabras que flotan sin atrever a posarse, caricias que no llegan
a tocar. Él nunca puede alcanzarla, pero a veces, en medio del aire inmóvil,
cree sentir el roce tibio de sus manos sobre la piel. Ella sonríe como quien
recuerda lo que fue vivir, y él la ama como quien sabe que está soñando… y no
quiere despertar.
Sus encuentros son breves, casi irreales. Cada despedida
deja una herida que no sangra, pero tampoco cicatriza. Se buscan, se reconocen,
y aunque saben que no hay un mañana que les pertenezca, se abrazan en la
eternidad fugitiva de un suspiro.
Porque se aman. Aunque ella ya no camine entre los vivos, y
él aún no pertenezca al reino de las sombras. Se aman con la ternura
imposible de quienes entienden que hay amores que no vencen a la muerte, pero
tampoco mueren del todo.
Jenofonte
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