aguijoneadas por las severas miradas de la señora Kulviets. A veces, se miraban a hurtadillas y volvían después sus ojos hacia Aleksandra, esperando a que se decidiera a dar por terminada la tarea y a cantar el himno. Pero la joven no se movía y las demás continuaban hilando sin chistar.
Aleksandra levantó por fin la cabeza como asombrada del silencio que en la habitación reinaba. El resplandor del fuego iluminó su rostro y sus ojos azules sombreados por larguísimas pestañas.
La joven era hermosísima, con el pelo rubio, la tez blanca y las facciones delicadas. Tenía la belleza del lirio.
(Henryk Sienkiewicz, El Diluvio)
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