Thursday, May 1, 2025

Una página más, una vuelta menos...


Ah, las clases de gimnasia del colegio. Sí, así se llamaban antes esas sesiones que hoy ostentan el pomposo nombre de Educación Física… una pesadilla con olor a transpiración. No era nada agradable esa ocasión semanal en la que se esperaba que mi cuerpo, esmirriado y de estatura modesta (para no decir injustamente escasa), fuera lanzado a la arena como un gladiador en versión infantil, rodeado de compañeros que parecían estar ya en su segunda pubertad antes de que yo empezara siquiera la primera.

Todo comenzaba con ese ritual humillante: cambiarse en el camarín. Mientras otros exhibían músculos, aunque fueran incipientes, yo parecía una percha con camiseta.

El profesor, un entusiasta de la gimnasia, tenía una fe casi religiosa en la igualdad. “¡Todos pueden!”, gritaba con una sonrisa que solo yo sospechaba sádica. Sí, claro. Todos menos yo.

Los artefactos usados en clase eran ajustables, claro, pero lo eran para el alumno promedio. Es decir, los que estaban en ese promedio lo saltaban sin mayores dificultades; los de estatura sobre el promedio no saltaban, volaban. Pero los de bajo el promedio, es decir, algunos compañeros pasados de peso y yo —definitivamente falto de peso, estatura y ganas— no teníamos ninguna oportunidad de superar las pruebas. Jamás se le ocurrió a un profesor bajar un poco el caballete para hacerlo accesible a los gorditos o los bajitos. No: era superar la prueba… o superarse en el ridículo.

El cajón de salto, uno de los instrumentos de tortura más refinados, no era un aparato: era una muralla. Cada intento era un soberano fracaso. Corría, saltaba, rebotaba y caía, todo en menos de dos segundos. A veces ni saltaba; simplemente me detenía, lo miraba fijamente y aceptaba mi destino, que el atlético y desaprensivo profesor, me tratara de cobarde.

Luego estaba el caballete. Todos lo saltaban con agilidad, algunos hasta con alegría. Yo lograba, con esfuerzo, quedar montado encima, colgando ahí como ropa olvidada, hasta que conseguía bajarme con dignidad nula. De nuevo la misma humillación, amenizada por la risa de los compañeros.

Y cómo olvidar las carreras. A la tercera vuelta, ya no corría, arrastraba los pies, maldiciendo al profesor, a la clase, y a los compañeros que iban ya por la décima vuelta.

Lo cierto es que esas clases de gimnasia —o Educación Física, como prefieren llamarlas hoy con cierto aire de legitimidad académica— jamás fueron para mí otra cosa que un tormento programado, una hora a la semana en que quedaba expuesto todo aquello que hubiera preferido mantener oculto: mi torpeza, mi delgadez, mi escasa capacidad pulmonar y, sobre todo, mi absoluto disgusto por las actividades que requerían más sudor que cerebro.

Decían que era “para desarrollar el cuerpo”. Pero ¿y el alma, profesor? ¿Y la mente? La verdad es que para mí valía infinitamente más poder citar a Julio Verne o recordar una escena de Salgari, que hacer una cantidad absurda de abdominales. Por supuesto, en ese entonces no había manera de plantear semejante idea sin ser acusado de flojo o atrevido, así que lo único que podía hacer era limitarme a correr las vueltas reglamentarias alrededor del patio, con el corazón golpeando como si quisiera huir del cuerpo que lo contenía, mientras los demás parecían disfrutarlo, como si no tuvieran nada mejor que hacer.

Yo sí tenía algo mejor que hacer.

La biblioteca era mi santuario. Allí el aire no olía a zapatillas ni a transpiración, sino a papel y tranquilidad. Nadie gritaba “¡más rápido!” o “¡uno más, vamos, que tú puedes!”, porque allí reinaba un sacrosanto silencio. Cada página que pasaba era un metro menos que debía correr. Cada personaje que descubría era un compañero más amable que los que reían cuando yo quedaba colgado del caballete haciendo el más soberano de los ridículos.

Incluso ahora, tantos años después —cuando mis días ya no dependen de saltar un caballete ni de dar vueltas al patio, y cuando las zapatillas han sido reemplazadas por unas más filosóficas pantuflas— no puedo evitar fruncir el ceño —y, sí, también sonreír un poco— cada vez que paso frente a un gimnasio. No por desprecio, sino por lealtad. Porque aprendí desde muy temprano que hay quienes están hechos para la cancha y la carrera, y otros, como yo, que fuimos llamados a habitar las salas silenciosas, a vivir muchas vidas entre páginas, a viajar sin movernos del asiento.

Y en el fondo, nunca envidié demasiado a los que corrían más rápido. Porque mientras ellos daban vueltas alrededor del patio, yo ya estaba muy lejos: en la isla de la Tortuga, en la Luna, o en el fondo del mar a bordo del Nautilus.
Y lo cierto es que han pasado los años, y los que antes mejor saltaban y corrían ya no están en condiciones de hacerlo —algunos incluso han olvidado que alguna vez lo hicieron—, mientras que yo aún puedo navegar, el alas del viento, y con renovado asombro, entre Sumatra y Borneo.

Jenofonte

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