Monday, May 12, 2025

En el aire de la noche

En la penumbra de la sala, iluminada solo por el rojo resplandor del fuego en la chimenea, el hombre rompió el silencio al abrir el sobre con manos más temblorosas de lo que habría querido admitir. La carta llevaba días sobre la repisa, intacta, esperando que él se atreviera.
La letra le era tristemente conocida. No necesitó leer más de dos líneas para saber que lo que seguía dolería. La leyó igual.
Al terminar, dejó caer la hoja sobre las rodillas. Afuera, el viento golpeaba suavemente los cristales con sus dedos largos y fríos. Los ojos se le humedecieron, pero no lloró. Le pesaban más los recuerdos que las lágrimas.
Miró el fuego. Sostuvo la carta con dos dedos, como si ardiera con un fuego que no venía de la chimenea, sino del papel mismo. Por un instante, bastaba un gesto para que todo desapareciera, ceniza entre brasas. Pero el brazo se detuvo. Algo dentro le susurró que no se gana nada intentando quemar lo que ya se ha ido.
En cambio, con torpeza casi infantil, comenzó a doblar la hoja. Los pliegues nacieron de sus manos hasta formar un pequeño avión de papel.
Se acercó a la ventana y la abrió. El aire nocturno se coló como un suspiro antiguo. Con suavidad, lanzó el avión hacia la oscuridad.
Lo vio alejarse, danzando en el aire hasta perderse en la noche cerrada, como un pensamiento que, al fin, ha dejado de doler.
Cerró la ventana, apagó la luz y se sentó de nuevo frente al fuego. Más solo, tal vez, pero sin ese antiguo nudo en el pecho. Su lugar lo tomó un leve calor, algo tibio, una sensación de alivio, como si algo adentro hubiera decidido descansar. Y eso, pensó, tal vez bastara por mucho tiempo.

Jen-O



Thursday, May 8, 2025

El incienso y las cenizas

Yo iba a catecismo los sábados por la tarde, como a las cinco. Con los zapatos recién lustrados, el pelo bien peinado y vestido como correspondía para ir a una iglesia. Tenía esa edad en la que hay más preguntas que respuestas, pero en aquel salón poco iluminado eso no importaba. En el catecismo, las preguntas no estaban bien vistas.
El catequista, que era delgado y tenía voz de campana vieja, nos hablaba de misterios. El misterio de la Santísima Trinidad, el misterio de la Encarnación, el misterio del pecado original. Todos eran “misterios” —una palabra que al principio me intrigaba, como si fueran parte de una novela de detectives—, pero que pronto aprendí que no se buscaba resolver, sino aceptar. Si uno preguntaba por qué Dios castigó a toda la humanidad por culpa de Adán y Eva, la respuesta era siempre la misma: un suspiro resignado y un “Es un misterio, y los misterios se aceptan con fe”. Yo asentía, pero por dentro sentía la comezón de una duda que no encontraba dónde rascar.
Después del catecismo venían las clases para ser acólito, en la sacristía con olor a cera fría y madera antigua. Allí, el padre Justo —un hombre de cejas tupidas y mirada que parecía juzgar incluso cuando sonreía— nos hacía ensayar el Confiteor, el Agnus Dei, el Dominus vobiscum. Todo en latín, lengua que nos sonaba a piedra seca, sin sentido ni música. Recitábamos como loros entrenados, sin entender ni una sola palabra. A veces uno se equivocaba y decía “spíritu tuó” en vez de “spíritu tuo”, y el padre hacía un gesto de desaprobación, con sus intimidantes cejas, que nos hacía esconder la cabeza entre los hombros. Yo repetía los sonidos como un conjuro antiguo, esperando que, al repetirlos lo suficiente, pudieran algún día revelarme su contenido. Pero no. Nunca lo hicieron.
Un día nos hablaron de los pecados capitales. Eran siete, como los enanitos, pero nada tenían de simpáticos. La lujuria, por ejemplo, era un concepto tan lejano para nosotros como la bolsa de valores. La envidia sí la entendíamos, por supuesto. La gula un poco. Pero la pereza era más confusa: ¿era pecado quedarse en cama cuando uno estaba cansado? ¿Y qué decir de la ira? ¿Cómo que uno no podía enojarse? Las virtudes, en cambio, parecían siempre fuera de nuestro alcance: templanza, caridad, prudencia, diligencia (¿diligencia…?) Palabras grandes, brilantes, como ventanas por las que nunca sabríamos mirar.
De todos modos había algo. Algo en el incienso que se elevaba en la misa como una plegaria sin forma, algo en el eco de nuestros pasos en el templo vacío, algo en la luz que se filtraba por las vidrieras y teñía de azul y rojo nuestras manos infantiles. Había una belleza inexplicable, una promesa que parecía susurrarse entre los mármoles y las velas. Algo que no entendíamos, pero que, durante un instante, creíamos sentir.
Con los años, dejé de asistir. Tanto misterio incomprensible, tanta monotonia de repetir palabras a las que no encontraba sentido, me aburrió soberanamente. El latín se volvió un eco lejano —aunque aún aparece en mis recuerdos, como una vieja canción cuya letra se me quedó grabada— y los misterios ya no me pedían aceptación, sino respuestas. Respuestas que nunca llegaron.
A veces me recuerdo, pequeño y confundido, saliendo del catecismo con el peso de los pecados no cometidos sobre los hombros y la sensación de estar siendo estrechamente vigilado. Pero era un niño, y antes de haber avanzado un par de cuadras, ya me había olvidado de todo y volvía a ser el mismo despreocupado pecador de siempre.
Hoy no queda fe, si es que alguna vez la hubo. Y eso no me hace mejor ni peor que antes. Solo un poco más libre. Libre de imaginarios castigos, de culpas heredadas, de promesas incomprensibles. Incluso, hasta del miedo.

Jenofonte

Thursday, May 1, 2025

Una página más, una vuelta menos...


Ah, las clases de gimnasia del colegio. Sí, así se llamaban antes esas sesiones que hoy ostentan el pomposo nombre de Educación Física… una pesadilla con olor a transpiración. No era nada agradable esa ocasión semanal en la que se esperaba que mi cuerpo, esmirriado y de estatura modesta (para no decir injustamente escasa), fuera lanzado a la arena como un gladiador en versión infantil, rodeado de compañeros que parecían estar ya en su segunda pubertad antes de que yo empezara siquiera la primera.

Todo comenzaba con ese ritual humillante: cambiarse en el camarín. Mientras otros exhibían músculos, aunque fueran incipientes, yo parecía una percha con camiseta.

El profesor, un entusiasta de la gimnasia, tenía una fe casi religiosa en la igualdad. “¡Todos pueden!”, gritaba con una sonrisa que solo yo sospechaba sádica. Sí, claro. Todos menos yo.

Los artefactos usados en clase eran ajustables, claro, pero lo eran para el alumno promedio. Es decir, los que estaban en ese promedio lo saltaban sin mayores dificultades; los de estatura sobre el promedio no saltaban, volaban. Pero los de bajo el promedio, es decir, algunos compañeros pasados de peso y yo —definitivamente falto de peso, estatura y ganas— no teníamos ninguna oportunidad de superar las pruebas. Jamás se le ocurrió a un profesor bajar un poco el caballete para hacerlo accesible a los gorditos o los bajitos. No: era superar la prueba… o superarse en el ridículo.

El cajón de salto, uno de los instrumentos de tortura más refinados, no era un aparato: era una muralla. Cada intento era un soberano fracaso. Corría, saltaba, rebotaba y caía, todo en menos de dos segundos. A veces ni saltaba; simplemente me detenía, lo miraba fijamente y aceptaba mi destino, que el atlético y desaprensivo profesor, me tratara de cobarde.

Luego estaba el caballete. Todos lo saltaban con agilidad, algunos hasta con alegría. Yo lograba, con esfuerzo, quedar montado encima, colgando ahí como ropa olvidada, hasta que conseguía bajarme con dignidad nula. De nuevo la misma humillación, amenizada por la risa de los compañeros.

Y cómo olvidar las carreras. A la tercera vuelta, ya no corría, arrastraba los pies, maldiciendo al profesor, a la clase, y a los compañeros que iban ya por la décima vuelta.

Lo cierto es que esas clases de gimnasia —o Educación Física, como prefieren llamarlas hoy con cierto aire de legitimidad académica— jamás fueron para mí otra cosa que un tormento programado, una hora a la semana en que quedaba expuesto todo aquello que hubiera preferido mantener oculto: mi torpeza, mi delgadez, mi escasa capacidad pulmonar y, sobre todo, mi absoluto disgusto por las actividades que requerían más sudor que cerebro.

Decían que era “para desarrollar el cuerpo”. Pero ¿y el alma, profesor? ¿Y la mente? La verdad es que para mí valía infinitamente más poder citar a Julio Verne o recordar una escena de Salgari, que hacer una cantidad absurda de abdominales. Por supuesto, en ese entonces no había manera de plantear semejante idea sin ser acusado de flojo o atrevido, así que lo único que podía hacer era limitarme a correr las vueltas reglamentarias alrededor del patio, con el corazón golpeando como si quisiera huir del cuerpo que lo contenía, mientras los demás parecían disfrutarlo, como si no tuvieran nada mejor que hacer.

Yo sí tenía algo mejor que hacer.

La biblioteca era mi santuario. Allí el aire no olía a zapatillas ni a transpiración, sino a papel y tranquilidad. Nadie gritaba “¡más rápido!” o “¡uno más, vamos, que tú puedes!”, porque allí reinaba un sacrosanto silencio. Cada página que pasaba era un metro menos que debía correr. Cada personaje que descubría era un compañero más amable que los que reían cuando yo quedaba colgado del caballete haciendo el más soberano de los ridículos.

Incluso ahora, tantos años después —cuando mis días ya no dependen de saltar un caballete ni de dar vueltas al patio, y cuando las zapatillas han sido reemplazadas por unas más filosóficas pantuflas— no puedo evitar fruncir el ceño —y, sí, también sonreír un poco— cada vez que paso frente a un gimnasio. No por desprecio, sino por lealtad. Porque aprendí desde muy temprano que hay quienes están hechos para la cancha y la carrera, y otros, como yo, que fuimos llamados a habitar las salas silenciosas, a vivir muchas vidas entre páginas, a viajar sin movernos del asiento.

Y en el fondo, nunca envidié demasiado a los que corrían más rápido. Porque mientras ellos daban vueltas alrededor del patio, yo ya estaba muy lejos: en la isla de la Tortuga, en la Luna, o en el fondo del mar a bordo del Nautilus.
Y lo cierto es que han pasado los años, y los que antes mejor saltaban y corrían ya no están en condiciones de hacerlo —algunos incluso han olvidado que alguna vez lo hicieron—, mientras que yo aún puedo navegar, el alas del viento, y con renovado asombro, entre Sumatra y Borneo.

Jenofonte