Ah, las
clases de gimnasia del colegio. Sí, así se llamaban antes esas sesiones que hoy
ostentan el pomposo nombre de Educación Física… una pesadilla con olor a
transpiración. No era nada agradable esa ocasión semanal en la que se esperaba
que mi cuerpo, esmirriado y de estatura modesta (para no decir injustamente
escasa), fuera lanzado a la arena como un gladiador en versión infantil,
rodeado de compañeros que parecían estar ya en su segunda pubertad antes de que
yo empezara siquiera la primera.
Todo
comenzaba con ese ritual humillante: cambiarse en el camarín. Mientras otros
exhibían músculos, aunque fueran incipientes, yo parecía una percha con
camiseta.
El profesor,
un entusiasta de la gimnasia, tenía una fe casi religiosa en la igualdad.
“¡Todos pueden!”, gritaba con una sonrisa que solo yo sospechaba sádica. Sí,
claro. Todos menos yo.
Los
artefactos usados en clase eran ajustables, claro, pero lo eran para el alumno
promedio. Es decir, los que estaban en ese promedio lo saltaban sin mayores
dificultades; los de estatura sobre el promedio no saltaban, volaban.
Pero los de bajo el promedio, es decir, algunos compañeros pasados de peso y yo
—definitivamente falto de peso, estatura y ganas— no teníamos ninguna
oportunidad de superar las pruebas. Jamás se le ocurrió a un profesor bajar un
poco el caballete para hacerlo accesible a los gorditos o los bajitos. No: era
superar la prueba… o superarse en el ridículo.
El cajón de
salto, uno de los instrumentos de tortura más refinados, no era un aparato: era
una muralla. Cada intento era un soberano fracaso. Corría, saltaba, rebotaba y
caía, todo en menos de dos segundos. A veces ni saltaba; simplemente me
detenía, lo miraba fijamente y aceptaba mi destino, que el atlético y desaprensivo profesor, me tratara de cobarde.
Luego estaba
el caballete. Todos lo saltaban con agilidad, algunos hasta con alegría. Yo
lograba, con esfuerzo, quedar montado encima, colgando ahí como ropa olvidada,
hasta que conseguía bajarme con dignidad nula. De nuevo la misma humillación,
amenizada por la risa de los compañeros.
Y cómo
olvidar las carreras. A la tercera vuelta, ya no corría, arrastraba los pies, maldiciendo
al profesor, a la clase, y a los compañeros que iban ya por la décima vuelta.
Lo cierto es
que esas clases de gimnasia —o Educación Física, como prefieren llamarlas hoy
con cierto aire de legitimidad académica— jamás fueron para mí otra cosa que un
tormento programado, una hora a la semana en que quedaba expuesto todo aquello
que hubiera preferido mantener oculto: mi torpeza, mi delgadez, mi escasa
capacidad pulmonar y, sobre todo, mi absoluto disgusto por las actividades que
requerían más sudor que cerebro.
Decían que
era “para desarrollar el cuerpo”. Pero ¿y el alma, profesor? ¿Y la mente? La
verdad es que para mí valía infinitamente más poder citar a Julio Verne o
recordar una escena de Salgari, que hacer una cantidad absurda de abdominales.
Por supuesto, en ese entonces no había manera de plantear semejante idea sin
ser acusado de flojo o atrevido, así que lo único que podía hacer era limitarme
a correr las vueltas reglamentarias alrededor del patio, con el corazón
golpeando como si quisiera huir del cuerpo que lo contenía, mientras los demás
parecían disfrutarlo, como si no tuvieran nada mejor que hacer.
Yo sí tenía
algo mejor que hacer.
La
biblioteca era mi santuario. Allí el aire no olía a zapatillas ni a
transpiración, sino a papel y tranquilidad. Nadie gritaba “¡más rápido!” o
“¡uno más, vamos, que tú puedes!”, porque allí reinaba un sacrosanto silencio.
Cada página que pasaba era un metro menos que debía correr. Cada personaje que
descubría era un compañero más amable que los que reían cuando yo quedaba
colgado del caballete haciendo el más soberano de los ridículos.
Incluso
ahora, tantos años después —cuando mis días ya no dependen de saltar un
caballete ni de dar vueltas al patio, y cuando las zapatillas han sido
reemplazadas por unas más filosóficas pantuflas— no puedo evitar fruncir el
ceño —y, sí, también sonreír un poco— cada vez que paso frente a un gimnasio.
No por desprecio, sino por lealtad. Porque aprendí desde muy temprano que hay
quienes están hechos para la cancha y la carrera, y otros, como yo, que fuimos
llamados a habitar las salas silenciosas, a vivir muchas vidas entre páginas, a
viajar sin movernos del asiento.
Y en el
fondo, nunca envidié demasiado a los que corrían más rápido. Porque mientras
ellos daban vueltas alrededor del patio, yo ya estaba muy lejos: en la isla de
la Tortuga, en la Luna, o en el fondo del mar a bordo del Nautilus.
Y lo cierto es que han pasado los años, y los que antes mejor saltaban y
corrían ya no están en condiciones de hacerlo —algunos incluso han olvidado que
alguna vez lo hicieron—, mientras que yo aún puedo navegar, el alas del viento, y
con renovado asombro, entre Sumatra y Borneo.
Jenofonte