
El gorrión (Passer domesticus), ese pequeño cómplice
del tiempo, ha sido testigo de la evolución de la humanidad desde que existen
las migas de pan y las manos que las dejan caer. Es una de las especies más
abundantes tanto en entornos rurales como urbanos, pero su verdadera presencia
no está en el cielo, sino en la memoria. Siempre ha estado ahí, sin anunciarse,
sin pedir permiso. Simplemente llega, como llegan los recuerdos: de improviso,
con la naturalidad de lo que nunca se fue del todo.
A diferencia de aves más ilustres —el ruiseñor, con su canto
operático, el halcón, con su eficiencia cazadora, o el cóndor con su vuelo
majestuoso —, el gorrión eligió la constancia como forma de eternidad. No canta
hermoso ni vuela con espectacularidad. Pero insiste. Persiste. Se aparece
temprano o tarde, bajo el sol o entre nubes, sin invitación ni disculpa. Como
la nostalgia: llega sola, y se instala.
Su método de aparición sigue la lógica de los visitantes
incómodos: no se les espera, no se recuerda haberlos llamado, pero ahí están,
picoteando migas y paseándose con desfachatez, hasta con insolencia, se podría
decir. En patios y parques, el gorrión se comporta como una vecina curiosa:
presente, ruidosa, inevitable. Roba comida, se burla del gato, y canta sin
mayores pretenciones. En su aparente humildad, tiene también algo de humano.
Pero este pájarillo no solo habita aleros, ramas y rincones
urbanos; también anida en los pliegues del recuerdo. Donde hubo pan casero y
ropa tendida al sol, hubo gorriones. En las ciudades modernas, selladas e
impersonales, el gorrión persiste como un eco: un recuerdo sonoro de la
infancia, una punzada de melancolía que obliga a mirar por la ventana.
Su presencia, a veces tierna, a veces molesta, puede
provocar efectos colaterales: nostalgia repentina, interferencias poéticas o la
súbita certeza de que lo simple contiene toda la verdad
El gorrión no simboliza casas nobles, ni aparece en los
escudos. No busca aplausos ni conquista horizontes. Y sin embargo, regresa.
Siempre regresa. Como todo lo verdaderamente importante: pequeño, insistente,
algo ruidoso y absolutamente inolvidable.
Con frecuencia lo escuchamos trinar allá afuera. Un canto
breve, casi tímido. Es como si el tiempo se detuviera un instante, como si el
pasado viniera a posarse, otra vez, en el árbol vecino. Entonces el gorrión nos
recuerda —una vez más— que la felicidad está en las cosas simples.

El juicio y crucifixión de Jesús de Nazaret es uno de los
eventos más trascendentales en la historia de la humanidad occidental, y dentro
de este drama, la figura de Poncio Pilato, el prefecto romano de Judea, ha sido
tradicionalmente vilipendiada. Sin embargo, una mirada más profunda a las
circunstancias políticas, sociales y religiosas de la época revela que Pilato
se encontraba en una posición muy complicada, con opciones muy limitadas que lo
llevaron a una única y dolorosa decisión: condenar al galileo. Reivindicar a
Pilato no implica absolverlo de su papel, sino comprender la imposibilidad de
una alternativa en un contexto muy complejo.
La Judea del siglo I d.C. era un polvorín. Sometida al
dominio romano, la población judía albergaba un profundo rechazo hacia la
ocupación y mantenía la esperanza en un Mesías liberador profetizado por sus
sagradas escrituras El Sanedrín, el consejo supremo judío, ejercía una
considerable autoridad religiosa y social, y aunque nominalmente subordinado a
Roma, poseía una influencia inmensa sobre las masas. Su poder no radicaba en la
fuerza militar, sino en su capacidad de movilizar a la población a través de la
interpretación de la Ley y la manipulación de las sensibilidades religiosas.
Como lo recoge Flavio Josefo en sus Antigüedades de los Judíos,
los sumo sacerdotes y líderes del pueblo tenían una relación ambivalente con el
poder romano, sabiendo cuándo colaborar y cuándo resistirse. Josefo afirma:
“Los sumos sacerdotes solían usar su influencia para
apaciguar a la multitud o encenderla según sus fines políticos” (Antigüedades
de los Judíos, 20.9.1).
Cuando Jesús fue llevado ante Pilato, la acusación principal
del Sanedrín no era religiosa, los romanos eran absolutamente tolerantes con
las religiones de su Imperio, sino política: sedición. Lo presentaron como un
rey de los judíos, o uno que pretendía serlo, una amenaza directa a la
autoridad romana y al propio emperador. Esta acusación era astuta y calculada,
pues sabía que Pilato, como representante de Roma, no podía ignorar una
imputación de traición al Imperio. El Sanedrín, con su conocimiento íntimo de la
ley y las costumbres judías, era consciente de que la ejecución por motivos
religiosos no era posible bajo la ley romana, pero sí lo era por delitos contra
el Imperio.
El Evangelio según Juan ofrece una visión reveladora del
cálculo político de los líderes judíos. El sumo sacerdote Caifás declara:
“Conviene que un solo hombre muera por el pueblo, y no que
toda la nación perezca” (Juan 11:50).
Y el texto añade:
“Desde aquel día acordaron matarle” (Juan 11:53).
Este pasaje subraya el clima de tensión que comenzaba a
formarse y la lógica que dominaba el pensamiento del Sanedrín: eliminar a Jesús
como un mal menor para evitar la represión romana. Esto quiere decir que el
Sanedrín tenía razón, los disturbios dentro de la provincia podía tener muy
desagradables consecuencias. Y esto quedó plenamente demostrado cuando en el
año 66 la revuelta judía llevó a la desastrosa toma de Jerusalén y la
destrucción del Segundo Templo.
Pilato, al interrogar a Jesús, probablemente percibió que no
era un revolucionario político en el sentido tradicional. Las escrituras
relatan su reticencia, sus intentos de liberar a Jesús ofreciendo la liberación
de Barrabás o incluso el lavatorio de manos como un gesto simbólico de
desvinculación. Estos actos no eran meras demostraciones de debilidad, sino
reflejos de una evaluación pragmática: Pilato no quería una condena que pudiera
desestabilizar aún más la provincia. Su interés primordial era mantener la Pax
Romana.
Sin embargo, la multitud, instigada por los líderes del
Sanedrín, clamaba por la crucifixión. La amenaza velada, pero patente, era que
si Pilato liberaba a Jesús, sería acusado ante César de no ser "amigo del
César" y de tolerar a un sedicioso. En una provincia tan volátil como
Judea, cualquier indicio de laxitud frente a la sedición podía ser interpretado
en Roma como incompetencia o, peor aún, como complicidad. La carrera política
de Pilato, y quizás su propia vida, estaban en juego.
Josefo describe a Pilato como un gobernador propenso a
decisiones duras pero también vulnerable a las presiones políticas. En otra
parte escribe:
“Pilato, al ser acusado de crueldad e injusticia por los
judíos y los samaritanos, fue llamado a Roma para dar cuenta ante el emperador”
(Antigüedades de los Judíos, 18.4.2).
Esto porque Pilato ya había tenido conflictos con las autoridades locales y
sabía que no tenía mucho margen para maniobrar.
Enfrentarse al Sanedrín en este punto habría sido un acto de
extrema imprudencia. El consejo podía enviar informes negativos directamente a
Roma, socavando la posición de Pilato. Una insurrección en Judea habría
requerido una brutal y costosa represión por parte de las legiones romanas, lo
que habría sido un fracaso rotundo para Pilato como gobernador. La reputación
de los gobernadores romanos dependía de su capacidad para mantener la paz y
recaudar impuestos sin incidentes.
Por lo tanto, la elección de Pilato no fue entre la justicia
y la injusticia en un sentido moral abstracto, sino entre una condena que
consideraba cuestionable y la certeza de que una revuelta habría tenido
consecuencias catastróficas para la provincia y para su propia carrera. La
crucifixión, en este contexto, se presentó como el mal menor, una dolorosa
concesión para preservar un precario orden.
Reivindicar a Poncio Pilato no es santificarlo, sino
humanizarlo. Se encontraba atrapado en una red de intrigas políticas, fuertes presiones
religiosas y la implacable lógica del poder imperial. Su acción no fue la de un
malvado, sino la de un pragmático que priorizó la estabilidad de la provincia
sobre una condena que, si bien injusta en su esencia espiritual, estaba
justificada por los acusadores debido a que sería un acto de sedición política.
La historia, en su simplificación, a menudo condena a los actores por las
consecuencias de sus actos sin considerar las imposiciones del momento. Pilato,
en su trágica encrucijada, no tuvo más alternativa que ceder ante una presión
que, de no haberlo hecho, habría desencadenado una catástrofe mucho mayor en la
ya convulsa provincia de Judea. Su figura, más allá de la condena, merece una
comprensión de la imposibilidad de su elección. No fue un villano sin
conciencia, sino un funcionario atrapado entre el deber político y una decisión
moral que no le correspondía tomar. No hay que olvidar que Pilato no tenía que
responder, ante una en ese momento inexistente religión, sino ante su emperador
y el Imperio, del que era el representante.
Jenofonte