Monday, July 28, 2025

Vuela, pensamiento,



 




Vuela, pensamiento, y diles
a los ojos que te envio
que eres mio.

(Góngora)

Friday, July 25, 2025

Las mil y una noches


Leer el libro de “Las mil y una noches” es como adentrarse en un mundo de maravillas infinitas, donde cada rincón guarda un cuento, cada sombra una promesa y cada palabra una lámpara mágica encendida. Es un regalo para el espíritu, un banquete de imaginación servido con dátiles dorados y jarras de vino de granada.

Desde las primeras páginas, uno queda atrapado por el arte de Sherezade, la narradora de narradoras, que salva su vida noche a noche tejiendo historias dentro de historias, como una bordadora que no quiere terminar jamás su tapiz. Cada cuento es un universo, y dentro de ese universo hay otro, y luego otro, como cajas talladas con delicadeza por manos sabias. Un pescador pobre encuentra un ánfora con un genio, y el genio cuenta su propia historia, que a su vez remite a un sabio de la India, y este a un rey chino... y así, hasta que uno se rinde feliz, navegando sin rumbo fijo entre maravillas.

Qué decir de Bagdad, ciudad de ciudades, que brilla como un brazalete de oro al sol del relato. Sus mercados, sus baños públicos, sus barrios humildes y sus palacios espléndidos se describen con tanto color y detalle que uno siente el aroma del incienso y escucha el tintinear de los brazaletes de las mujeres. Mujeres que son, en estas páginas, tan bellas como astutas, tan valientes como encantadoras: princesas que dominan las artes y los enigmas, esclavas que ríen con picardía, enamoradas que se arriesgan por amor, y todas ellas inolvidables

Y allí, entre todos, el gran califa Harún al-Rachid, que recorre sus calles disfrazado, como un dios curioso que quiere probar el alma de su pueblo. Es sabio, justo, y en muchas noches se deja llevar por la poesía, por la música, por la historia de algún viejo mendigo que, por el arte de la narradora, resulta ser un príncipe disfrazado. La generosidad abunda en este mundo como el agua en el Tigris: hay quien da su fortuna por un gesto noble, quien rescata a un desconocido sólo porque así lo quiere Alá, el clemente, el misericordioso. Sí, también hay pillos, estafadores, malvados con ojos de serpiente, pero hasta ellos parecen necesarios para que el equilibrio de este universo de fábula se sostenga.

Y luego está otro personaje, el inigualable, el incansable, el afortunado Sinbad el Marino, cuyas aventuras harían palidecer a Ulises. Sus relatos están adornados de gigantes, monstruos, islas errantes y pájaros colosales, y sin embargo, detrás de cada exageración brilla una verdad geográfica o histórica: el comercio en el Índico, las rutas del este de África, los peligros de los estrechos. Leerlo es aprender sin darse cuenta, entre sospechas y asombro.

Las mil y una noches no es sólo un libro. Es un mundo entero, una época viva, una fiesta que no termina. Leerlo hoy sigue siendo tan grato como debió de serlo hace siglos: uno se sienta con el libro en las manos y, de pronto, no está solo, sino rodeado de mercaderes, encantadores de serpientes, músicos, poetas, esclavas danzarinas, sabios persas y piratas malayos. Es una lectura que no se agota, que siempre tiene otra historia que contar. ¿Y no es eso, al fin y al cabo, la más deliciosa de las magias?

Porque leer “Las mil y una noches” es como abrir un cofre lleno de joyas encantadas: no hay relato que no brille, no hay página que no murmure secretos antiguos. Cada historia es una puerta que se abre al asombro, una promesa de maravillas y de humanidad. Su lectura es un gozo constante, un viaje interminable por los caminos dorados de la imaginación oriental.

Entre las maravillas que ofrece esta obra sin par, brillan con luz propia las princesas, figuras de una belleza tan sublime que hasta el aire parece perfumado al mencionarlas. Aunque sus rostros se ocultan tras delicados velos, sus gestos, su voz, su mirada entre pestañas largas y negras, bastan para enamorar al héroe y al lector. No son meras bellezas de salón: son mujeres que aman con la intensidad de los desiertos ardientes y la generosidad de los oasis escondidos. Capaces de sacrificarlo todo —un reino, una identidad, incluso su libertad— por un amor verdadero, estas princesas son heroínas completas, tejidas de fuego y dulzura, de misterio y fidelidad. Algunas han sido raptadas por efrits, otras viven encerradas en torres de jade o jardines encantados, pero todas aguardan, con dignidad y esperanza, la llegada del momento en que puedan amar sin cadenas.

Y si las princesas son reinas del corazón, las hadas lo son del misterio. Ninguna como Peri-Banú, la reina del mundo subterráneo, la que vive entre columnas de cristal y techos de zafiro, rodeada de servidores invisibles y fuentes de agua viva. A pesar de su naturaleza mágica y su inmenso poder, se enamora de un hombre mortal y por él atraviesa los límites entre los mundos. Su historia —tan bella como melancólica— es un canto al poder del amor que trasciende incluso la frontera entre lo real y lo sobrenatural.

En estas páginas también surca los cielos la mítica alfombra mágica, tejido volador que transporta a los protagonistas más allá del tiempo y del espacio. Pura fantasía, sí, pero ¿quién no ha soñado con elevarse sobre la ciudad dormida, ver las torres de Bagdad desde las alturas, y partir rumbo a reinos ignotos, llevados por los hilos invisibles de un tapiz encantado? En Las mil y una noches, volar es posible, y no hay deseo que no pueda ser imaginado.

Pero esta obra no es sólo un desfile de lo fantástico. También hay historias humanas, profundamente terrenales, que muestran la riqueza y la convivencia de culturas y credos. En el famoso cuento del jorobado, por ejemplo, se cruzan los destinos de un corredor cristiano, un médico judío y varios personajes musulmanes, todos envueltos en una cadena de malentendidos y accidentes hilarantes. A través del humor y la complicación de las situaciones, se dibuja una ciudad donde la convivencia era un hecho, donde un cristiano podía curar a un musulmán, un judío dar consejo a un visir, y todos ser escuchados por el califa. En una época que hoy nos parece lejana, florecía la tolerancia más que el odio, y el respeto por la sabiduría del otro superaba las barreras religiosas. Ese mundo plural, donde las diferencias se mezclaban como especias en un mismo guiso, resplandece en cada relato.

La magia de Las mil y una noches reside también en esa asombrosa diversidad: hay cuentos de amor y de guerra, de comerciantes y mendigos, de genios que conceden deseos y de sabios que enseñan con proverbios. Hay fábulas morales, tragedias secretas, comedias desenfrenadas y relatos místicos. Y en cada uno late una verdad profunda: la vida es cambiante, el destino caprichoso, pero el corazón humano es capaz de hazañas que rivalizan con la magia.

Volver a este libro —o leerlo por primera vez— es como aceptar una invitación nocturna a un jardín iluminado por lámparas de aceite. Nos sentamos junto a Sherezade, y ella, con su voz suave, nos dice: “Escucha, que esta historia es tan antigua como el mundo, pero tan nueva como tu último sueño”. Y allí quedamos, encantados, atrapados, agradecidos. Porque Las mil y una noches no envejece, no se gasta, no se apaga. Es y será siempre una de las más dulces delicias que puede ofrecernos la lectura.

Jenofonte

Wednesday, July 23, 2025

Gorrión

 


El gorrión (Passer domesticus), ese pequeño cómplice del tiempo, ha sido testigo de la evolución de la humanidad desde que existen las migas de pan y las manos que las dejan caer. Es una de las especies más abundantes tanto en entornos rurales como urbanos, pero su verdadera presencia no está en el cielo, sino en la memoria. Siempre ha estado ahí, sin anunciarse, sin pedir permiso. Simplemente llega, como llegan los recuerdos: de improviso, con la naturalidad de lo que nunca se fue del todo.
A diferencia de aves más ilustres —el ruiseñor, con su canto operático, el halcón, con su eficiencia cazadora, o el cóndor con su vuelo majestuoso —, el gorrión eligió la constancia como forma de eternidad. No canta hermoso ni vuela con espectacularidad. Pero insiste. Persiste. Se aparece temprano o tarde, bajo el sol o entre nubes, sin invitación ni disculpa. Como la nostalgia: llega sola, y se instala.
Su método de aparición sigue la lógica de los visitantes incómodos: no se les espera, no se recuerda haberlos llamado, pero ahí están, picoteando migas y paseándose con desfachatez, hasta con insolencia, se podría decir. En patios y parques, el gorrión se comporta como una vecina curiosa: presente, ruidosa, inevitable. Roba comida, se burla del gato, y canta sin mayores pretenciones. En su aparente humildad, tiene también algo de humano.
Pero este pájarillo no solo habita aleros, ramas y rincones urbanos; también anida en los pliegues del recuerdo. Donde hubo pan casero y ropa tendida al sol, hubo gorriones. En las ciudades modernas, selladas e impersonales, el gorrión persiste como un eco: un recuerdo sonoro de la infancia, una punzada de melancolía que obliga a mirar por la ventana.
Su presencia, a veces tierna, a veces molesta, puede provocar efectos colaterales: nostalgia repentina, interferencias poéticas o la súbita certeza de que lo simple contiene toda la verdad
El gorrión no simboliza casas nobles, ni aparece en los escudos. No busca aplausos ni conquista horizontes. Y sin embargo, regresa. Siempre regresa. Como todo lo verdaderamente importante: pequeño, insistente, algo ruidoso y absolutamente inolvidable.
Con frecuencia lo escuchamos trinar allá afuera. Un canto breve, casi tímido. Es como si el tiempo se detuviera un instante, como si el pasado viniera a posarse, otra vez, en el árbol vecino. Entonces el gorrión nos recuerda —una vez más— que la felicidad está en las cosas simples.

Poncio Pilato

 


El juicio y crucifixión de Jesús de Nazaret es uno de los eventos más trascendentales en la historia de la humanidad occidental, y dentro de este drama, la figura de Poncio Pilato, el prefecto romano de Judea, ha sido tradicionalmente vilipendiada. Sin embargo, una mirada más profunda a las circunstancias políticas, sociales y religiosas de la época revela que Pilato se encontraba en una posición muy complicada, con opciones muy limitadas que lo llevaron a una única y dolorosa decisión: condenar al galileo. Reivindicar a Pilato no implica absolverlo de su papel, sino comprender la imposibilidad de una alternativa en un contexto muy complejo.
La Judea del siglo I d.C. era un polvorín. Sometida al dominio romano, la población judía albergaba un profundo rechazo hacia la ocupación y mantenía la esperanza en un Mesías liberador profetizado por sus sagradas escrituras El Sanedrín, el consejo supremo judío, ejercía una considerable autoridad religiosa y social, y aunque nominalmente subordinado a Roma, poseía una influencia inmensa sobre las masas. Su poder no radicaba en la fuerza militar, sino en su capacidad de movilizar a la población a través de la interpretación de la Ley y la manipulación de las sensibilidades religiosas.
Como lo recoge Flavio Josefo en sus Antigüedades de los Judíos, los sumo sacerdotes y líderes del pueblo tenían una relación ambivalente con el poder romano, sabiendo cuándo colaborar y cuándo resistirse. Josefo afirma:
“Los sumos sacerdotes solían usar su influencia para apaciguar a la multitud o encenderla según sus fines políticos” (Antigüedades de los Judíos, 20.9.1).
Cuando Jesús fue llevado ante Pilato, la acusación principal del Sanedrín no era religiosa, los romanos eran absolutamente tolerantes con las religiones de su Imperio, sino política: sedición. Lo presentaron como un rey de los judíos, o uno que pretendía serlo, una amenaza directa a la autoridad romana y al propio emperador. Esta acusación era astuta y calculada, pues sabía que Pilato, como representante de Roma, no podía ignorar una imputación de traición al Imperio. El Sanedrín, con su conocimiento íntimo de la ley y las costumbres judías, era consciente de que la ejecución por motivos religiosos no era posible bajo la ley romana, pero sí lo era por delitos contra el Imperio.
El Evangelio según Juan ofrece una visión reveladora del cálculo político de los líderes judíos. El sumo sacerdote Caifás declara:
“Conviene que un solo hombre muera por el pueblo, y no que toda la nación perezca” (Juan 11:50).
Y el texto añade:
“Desde aquel día acordaron matarle” (Juan 11:53).
Este pasaje subraya el clima de tensión que comenzaba a formarse y la lógica que dominaba el pensamiento del Sanedrín: eliminar a Jesús como un mal menor para evitar la represión romana. Esto quiere decir que el Sanedrín tenía razón, los disturbios dentro de la provincia podía tener muy desagradables consecuencias. Y esto quedó plenamente demostrado cuando en el año 66 la revuelta judía llevó a la desastrosa toma de Jerusalén y la destrucción del Segundo Templo.
Pilato, al interrogar a Jesús, probablemente percibió que no era un revolucionario político en el sentido tradicional. Las escrituras relatan su reticencia, sus intentos de liberar a Jesús ofreciendo la liberación de Barrabás o incluso el lavatorio de manos como un gesto simbólico de desvinculación. Estos actos no eran meras demostraciones de debilidad, sino reflejos de una evaluación pragmática: Pilato no quería una condena que pudiera desestabilizar aún más la provincia. Su interés primordial era mantener la Pax Romana.
Sin embargo, la multitud, instigada por los líderes del Sanedrín, clamaba por la crucifixión. La amenaza velada, pero patente, era que si Pilato liberaba a Jesús, sería acusado ante César de no ser "amigo del César" y de tolerar a un sedicioso. En una provincia tan volátil como Judea, cualquier indicio de laxitud frente a la sedición podía ser interpretado en Roma como incompetencia o, peor aún, como complicidad. La carrera política de Pilato, y quizás su propia vida, estaban en juego.
Herodes, quien tenía alguna jurisdicción en el caso, por ser Jesús un galileo, no encontró culpabilidad alguna, y como no tenía relación con el Sanedrín, y el problema se estaba creando en Jerusalén, lejos de su reino, eludió el problema sin mayores dificultades y se lo dejó a Pilato. 
Josefo describe a Pilato como un gobernador propenso a decisiones duras pero también vulnerable a las presiones políticas. En otra parte escribe:
“Pilato, al ser acusado de crueldad e injusticia por los judíos y los samaritanos, fue llamado a Roma para dar cuenta ante el emperador” (Antigüedades de los Judíos, 18.4.2).
Esto porque Pilato ya había tenido conflictos con las autoridades locales y sabía que no tenía mucho margen para maniobrar.
Enfrentarse al Sanedrín en este punto habría sido un acto de extrema imprudencia. El consejo podía enviar informes negativos directamente a Roma, socavando la posición de Pilato. Una insurrección en Judea habría requerido una brutal y costosa represión por parte de las legiones romanas, lo que habría sido un fracaso rotundo para Pilato como gobernador. La reputación de los gobernadores romanos dependía de su capacidad para mantener la paz y recaudar impuestos sin incidentes.
Por lo tanto, la elección de Pilato no fue entre la justicia y la injusticia en un sentido moral abstracto, sino entre una condena que consideraba cuestionable y la certeza de que una revuelta habría tenido consecuencias catastróficas para la provincia y para su propia carrera. La crucifixión, en este contexto, se presentó como el mal menor, una dolorosa concesión para preservar un precario orden.
Reivindicar a Poncio Pilato no es santificarlo, sino humanizarlo. Se encontraba atrapado en una red de intrigas políticas, fuertes presiones religiosas y la implacable lógica del poder imperial. Su acción no fue la de un malvado, sino la de un pragmático que priorizó la estabilidad de la provincia sobre una condena que, si bien injusta en su esencia espiritual, estaba justificada por los acusadores debido a que sería un acto de sedición política. La historia, en su simplificación, a menudo condena a los actores por las consecuencias de sus actos sin considerar las imposiciones del momento. Pilato, en su trágica encrucijada, no tuvo más alternativa que ceder ante una presión que, de no haberlo hecho, habría desencadenado una catástrofe mucho mayor en la ya convulsa provincia de Judea. Su figura, más allá de la condena, merece una comprensión de la imposibilidad de su elección. No fue un villano sin conciencia, sino un funcionario atrapado entre el deber político y una decisión moral que no le correspondía tomar. No hay que olvidar que Pilato no tenía que responder, ante una en ese momento inexistente religión, sino ante su emperador y el Imperio, del que era el representante.

Jenofonte