Monday, June 23, 2025

El jardín

El jardín, aún húmedo por el rocío de la mañana, se extendía en ordenados senderos de boj y rosales recién florecidos. El aire era tibio, fragante, y el canto de un mirlo se elevaba entre los setos como un himno a la primavera.
El capitán Harry Gaillard, con su bastón de paseo bajo el brazo y la mirada distraída, había salido temprano, buscando quizá más el sosiego de la soledad que la belleza de la naturaleza.
Mas, al girar en la curva de uno de los senderos, se detuvo en seco.
Ante él, al pie de un árbol cuyas ramas susurraban con la brisa, una dama contemplaba un rosal. Iba ataviada con un vestido de muselina azul pálido y amarillo, tan delicado que parecía hecho de nubes. Su cabello castaño escapaba, con despreocupación juvenil, en rizos rebeldes sobre la nuca. La luz dorada jugaba libremente con sus facciones, revelando una frente alta, unos ojos grises e inteligentes, y unos labios curvados en una expresión de secreta melancolía.
El capitán sintió que el corazón le daba un vuelco, como si una espada invisible lo hubiese alcanzado justo bajo la botonadura de su levita. Por un instante, olvidó respirar.
La dama se volvió al percibir su presencia, pero no pareció sorprenderse. Lo observó con la calma con que se mide a un desconocido, con una inteligencia que no pedía permiso, sino que ya leía entre líneas lo no dicho.
—Señor —dijo ella con una voz baja y melodiosa, más cercana a una nota de laúd que a una palabra—, ¿acaso el sendero le pertenece?
El capitán Gaillard parpadeó, recobrando de golpe la compostura, aunque la voz le salió un tanto más grave de lo usual.
—No, señora. Ni el sendero, ni este jardín, ni este instante, por desdicha. Pero si todos fueran míos, gustosamente se los rendiría, si con ello me gano el privilegio de su mirada.
Una sombra de sonrisa se dibujó en los labios de la dama.
—¿Siempre aborda así a las damas que halla entre las rosas?
—Sólo a aquellas que parecen haber sido modeladas por ellas —replicó él con una inclinación galante.
La dama no respondió de inmediato. Miró por un momento el rosal, tocó uno de los pétalos como si meditara sobre algo más profundo, y luego elevó los ojos hacia él.
—Entonces, tal vez el destino nos ha traído aquí por capricho... o por advertencia. Diga, ¿cree usted en los encuentros predestinados?
—Hasta hace un minuto, no. Ahora, señora, juro que creo en todo.
Y en ese instante fugaz, antes de que el mundo recordara sus obligaciones y nombres, antes de que la realidad impusiera sus dictados, el jardín pareció contener la respiración, como si reconociera que acababa de presenciar el primer acto de una historia inevitable.

Sunday, June 22, 2025

Crónica de una neurona ausente

 
En la era de las redes sociales, todos tenemos tribuna y, lo que es peor, la mayoría siente una irrefrenable necesidad de usarla. Los comentarios que aparecen debajo de cualquier publicación –ya sea una noticia, la foto de un perro o un homenaje póstumo– conforman una galería de horrores lingüísticos, conceptuales y, a veces, morales. Se nos ha dicho que todos tenemos derecho a opinar. Cierto. Lo que muy pocos saben es que muchas veces sería mejor ejercer ese derecho en silencio.
La ignorancia, por ejemplo, no se disimula en los comentarios: se exhibe con una seguridad que raya en el arte. El comentarista promedio no solo desconoce los hechos, sino que tampoco se toma la molestia de leer más allá del titular, lo cual no le impide (al contrario, parece impulsarlo) a escribir tres párrafos acusando a la ONU, al gobierno, a la izquierda, a la derecha, a los reptilianos y a sus vecinos por igual.
Estos comentarios son, además, irreflexivos. No hay tiempo para pensar: el dedo está más cerca del botón de “publicar” que el cerebro de una sinapsis decente. ¿Para qué leer, investigar o, siquiera, pensar dos veces una frase, si lo que importa es lanzarla al mundo digital con la elegancia de un ladrillo arrojado a una vitrina? La inmediatez es la nueva profundidad.
Pero si la ignorancia fuera todo, tal vez podríamos reírnos con indulgencia. El problema es que gran parte de los comentarios en redes sociales son ofensivos, insultantes y, en el mejor de los casos, simplemente imbéciles. Hay un talento especial para opinar de forma cruel, como si humillar al otro fuera sinónimo de tener la razón. Y no importa el tema: una publicación sobre el cambio climático puede terminar con alguien insultando a la madre del autor. ¿La relación? Ninguna. Pero, al parecer, todo vale cuando se tiene una conexión a internet y carencia de filtro emocional.
Lo fuera de lugar también tiene su encanto: ¿quién no ha visto un comentario tipo “Dios te bendiga” en una nota sobre la caída de la bolsa? ¿O un “eso pasa por abortar” en un video de cocina? Esta suerte de Tourette digital hace que cualquier intento de lógica se deshaga ante el sinsentido de las intervenciones humanas.
Y, por supuesto, están los comentarios extemporáneos: esos que llegan seis meses después, cuando la conversación ha muerto, la noticia es historia, y alguien decide revivir el cadáver solo para escribir “ja ja”. Es como irrumpir en un funeral para contar un chiste malo: técnicamente puedes hacerlo, pero ¿deberías?
La mayoría de estos comentarios, seamos honestos, son definitivamente tontos. No en un sentido entrañable, como el de un perro persiguiendo su cola, sino en un sentido profundamente preocupante, como el de alguien que piensa que escribir en mayúsculas le da más autoridad moral.
Y sin embargo, aquí seguimos: mirando, leyendo, a veces incluso respondiendo, como si de verdad se pudiera razonar con alguien que cree que la Tierra es plana pero su ego tiene más volumen que Júpiter. Porque, en el fondo, hay algo hipnótico en esta tragicomedia digital que da alas a la estupidez, y donde la inteligencia se queda mirando desde la orilla, preguntándose si vale la pena lanzarse a nadar entre tanto disparate. Pero tranquilos: siempre queda la esperanza de que, algún día, los algoritmos hagan lo correcto y silencien automáticamente a todos los desatinados... aunque lo más probable es que nos silencien a nosotros primero.

Jenofonte

Tuesday, June 10, 2025

La primavera que nunca fue


La vi venir una tarde cualquiera, vestida de aire y primavera.

Éramos jóvenes entonces, aunque yo ya empezaba a sospechar que, en mi timidez, nunca sabría cómo actuar en los momentos decisivos.
Me bastó una mirada para saber que, si la detenía y le hacía la pregunta que me quemaba los labios, me arriesgaba a romper algo.
Tal vez mi orgullo. Tal vez una ilusión.

Quise preguntarle si me amaba.
No lo hice.
Tuve miedo de que me dijera que no.
Preferí callar, como quien deja intacta una flor por miedo a marchitarla con el tacto.
Y la dejé pasar. Lenta, hermosa, ajena.

El mundo siguió girando, como siempre lo hace cuando uno se queda quieto.
Pasaron los años, con su implacable tarea de deshojar calendarios.

Y un día cualquiera, veinte años después, el destino —con su ácido humor de viejo cansado— la trajo de regreso.
La reconocí de inmediato, aunque su cabello ya no era el mismo, ni sus pasos tan ágiles.
Llevaba en los ojos la sombra dulce de las cosas no dichas.

Esta vez quise preguntarle si alguna vez me había amado.
La pregunta luchaba por salir, pero me asustó la idea de que dijera que sí.

Porque si me había amado,
¿qué había hecho yo con todo ese amor que no supe recibir?

Y la dejé pasar otra vez.
Con un silencio entre los labios y un temblor en el corazón.

Como se deja pasar, sin intentar tocarlo,
el fantasma de una vida que pudo ser y no fue.

Jen-O