Éramos jóvenes entonces, aunque yo ya empezaba a sospechar que, en mi timidez,
nunca sabría cómo actuar en los momentos decisivos.
Me bastó una mirada para saber que, si la detenía y le hacía la pregunta que me
quemaba los labios, me arriesgaba a romper algo.
Tal vez mi orgullo. Tal vez una ilusión.
Quise preguntarle si me amaba.
No lo hice.
Tuve miedo de que me dijera que no.
Preferí callar, como quien deja intacta una flor por miedo a marchitarla con el
tacto.
Y la dejé pasar. Lenta, hermosa, ajena.
El mundo siguió girando, como siempre lo hace cuando uno se
queda quieto.
Pasaron los años, con su implacable tarea de deshojar calendarios.
Y un día cualquiera, veinte años después, el destino —con su
ácido humor de viejo cansado— la trajo de regreso.
La reconocí de inmediato, aunque su cabello ya no era el mismo, ni sus pasos
tan ágiles.
Llevaba en los ojos la sombra dulce de las cosas no dichas.
Esta vez quise preguntarle si alguna vez me había amado.
La pregunta luchaba por salir, pero me asustó la idea de que dijera que sí.
Porque si me había amado,
¿qué había hecho yo con todo ese amor que no supe recibir?
Y la dejé pasar otra vez.
Con un silencio entre los labios y un temblor en el corazón.
el fantasma de una vida que pudo ser y no fue.